La Noche Buena fue uno de los eventos más bizarros que viví en los últimos tiempos. Por razones que aún no he logrado explicarme a mí mismo, accedí a la invitación de Valeria de pasar la fiesta con sus parientes. "Todo sea por estar con los chicos", me dije. Que fue lo que, a fin de cuentas, terminé haciendo: estar con mis hijos.
La familia de mi ex tiene un concepto un tanto particular con respecto al asado. Como son muchos, no sólo necesitan mantener los costos razonablemente bajos, sino que, además, tienen que preparar un asado de modo que sea sencillo para el asador cuando los comensales son más de medio centenar. Así, cuando en mi cultura, el asado incluye al menos dos cortes de carne -mínimamente, asado y vacío- y al menos cuatro tipos de achuras -chorizo, morcilla, salchicha parrillera y molleja, entre mis favoritas-, además de alguna provoletita, en la de esta gente el asado se reduce a algo casi minimalista.
Cuando voy al supermercado a abastecerme de materia prima para un asado, compro una bandejita de chorizos. Ellos van al mayorista y compran un gancho. Completito, con todos sus cincuenta chorizos. Por supuesto que, en estas tan magnas cantidades, poner en la parrilla más de un tipo de achura se vuelve una tarea compleja, por lo que sólo compran chorizos. Lo mismo sucede con la carne, un sólo corte para todo el mundo, estandarización a pleno. Los combos favoritos son costillar y chorizos o, directamente, lo que ellos llaman el "asado redondo": chorizos y hamburguesas.
La Noche Buena era una noche especial, por lo que al menos me ahorraron la amargura del "asado redondo". Compraron un gancho, como siempre, y varias piezas de vacío enteras, que regaron con vino en damajuanas, debidamente trasvasado a unas simpáticas botas.
Armaron una mesa larga, con caballetes y tablones, en el patio. Comí en silencio, sentado en un rincón, tratando de evitar la charla cargosa de un par de tías gordas y la polémica futbolera de los machotes recios de mi ex familia política. A mi lado, haciéndome la más grata compañía, mi hija Carolina desplegaba una cara de ojete tan contundente como la mía. Comí como el orto y me aburrí soberanamente.
A eso de las once de la noche, Natalia se quedó dormida en mis brazos. Resultó la excusa perfecta usarla como un escudo que me protegiera de Virginia, que superada por el efecto devastador de la bota, estaba completamente decidida a abrazarme y explicarme, con su fétido aliento a tinto barato demasiado cerca de mi cara, cuánto me quería.
Me refugié en el interior de la casa, desparramé a Natu en un sillón del living y prendí la tele. Cartoon Network, la única forma de sobrevivir a esa atrocidad de fiesta. Un minuto después, descubrí a Carolina sentada al lado mío, mirando a Tom & Jerry.
A la medianoche, el estruendo de gritos, botellas de Ananá Fizz descorchado y petardos estallando nos sobresaltó ligeramente.
- Feliz Navidad, pa - dijo Caro
- Feliz Navidad, hijita - contesté, al tiempo que me inclinaba para besarle la cabeza.
Y seguimos ambos mirando al gato y al ratón corretearse por la casa.
Por alguna razón, esta gente intuyó que la pasé fantásticamente, porque repitieron la invitación para año nuevo. Decliné amablemente, alegando "otros compromisos".
En la parrilla, agonizan los restos de vacío, asado, colita de cuadril, pollo, chorizo, morcilla, molleja, chinchulín, salchicha parrillera, tripa gorda y provoleta, sobre una brasas que apenas se atreven a arder. En la mesa, Jorge pelea contra una botella de Chandon mientras Pablo abre un Mantecol enorme, Guille rompe nueces con un martillo y Nacho inmortaliza la escena con su sempiterna cámara de video.
Y yo los dejo por hoy, deseándoles un 2011 glorioso, y me voy a brindar.