No sé cuándo fue que noté el primer bollo. Pero me empezó a llamar la atención que, más o menos cada dos días, mi auto aparecía con un bollito nuevo. En lugares distintos. Siempre a primera hora de la mañana. O, al menos, a esa hora yo los notaba, lo que me hacía suponer que algo o alguien me abollaba el auto por la noche o mucho más temprano de lo que suelo salir de la cama.
"Don Esteban, Don Esteban", me gritó Rubén, el portero, esta mañana, "¡No sabe lo que vi!". El encargado del edificio se mostraba realmente alterado, por lo que lo hice sentarse sobre los escalones del frente del edificio y le rogué que, con la mayor calma de la que fuera capaz, me relatara lo que había visto. Así fue como me contó que hacía varios días que notaba, cada tanto, cerca de las siete de la mañana, a una morochita, "flacucha y de patas largas", en sus propios términos, que se acercaba a mi auto.
- Hasta que, esta mañana, me acerqué para ver qué hacía - contó emocionado.
- ¿Y qué hizo? - el portero había logrado despertar mi interés.
- ¡Le pateó el auto, Don Esteban!
- ¿¿¿Eh???
- Sí, tal como lo oye, jefe. Esa yegua pasa cada dos o tres días y le da una patada de burro a su auto, le clava el taco en la chapa, la muy hijaepú.
El relato me desconcertó. Pero Rubén era un tipo confiable -y chismoso- así que pregunté más. La descripción no era de gran ayuda: podría haber sido cualquiera, de Valeria en adelante. Pero un dato sutil me reveló la identidad: "Esta mañana, que me acerqué bastante, vi que tenía un tatuaje de un hada en el hombro".
Flacuchas de pelo oscuro y patas largas había muchas en el historial. Pero sólo Verónica estaba tatuada.
Lo siguiente que hice fue llamar a mi abogado.