Tengo una atracción especial por las guardias de los hospitales y los quirófanos. Siempre, de una u otra manera, acabo con alguno de mis hijos en alguna de estas macabras circunstacias.
Cuando Martín tuvo amigdalitis y hubo que operarlo -debería tener unos seis años- en la clínica nos explicaron que sólo uno de los padres podía entrar al quirófano con el chico. Con Valeria, con quien ya en esa época empezábamos a competir de manera infame y a disputarnos el amor de nuestro hijo mayor como si se tratara de un coto de caza, decidimos que lo más justo sería que Tincho mismo decidiera.
Me eligió a mí y terminé con una bata descartable azul, cofia y barbijo, sosteniéndole una mascarilla de goma enorme que le administraría la anestesia.
Al poco tiempo de habernos separado, una tarde que los chicos estaban conmigo, Carolina se tropezó -nunca supe por qué- y fue a dar al piso, aterrizando sobre la pera. El tajo se solucionaba fácilmente con tres puntos de sutura, de las manos expertas del cirujano plástico de guardia. Pero hasta que la tranquilicé, le limpié la herida, cargué los tres chicos en el auto y llegué a la guardia más cercana, había dejado un reguero de sangre que parecía una película de Wes Craven o "un comercial de plasma", como hubiera dicho Boogie el Aceitoso.
Al día siguiente, cuando fui a dejar a los chicos con su madre, le relaté los pormenores del incidente y cómo se había solucionado. Le expliqué con lujo de detalles cómo limpiar y cuidar la herida y le dejé los datos del cirujano, para que la llevara, tres días después, a sacarse los puntos. Hasta le devolví el vestido que Caro llevaba puesto en el momento del incidente, lavado y todo. Esa tarde, me fui de lo de Valeria con una cierta y egocéntrica sensación de orgullo: el pobre padre soltero había lidiado con una emergencia médica que involucraba litros de sangre, exitosamente y sin ayuda de nadie.
Ayer a la tarde estábamos con Mili, tirados en la cama, viendo "Bee movie" por vez número mil, cuando sonó el celular. Detuve la película y atendí a Valeria, esperando la andanada de reproches e insultos usuales.
- Si no es una emergencia, llamame más tarde - le dije.
- Es una emergencia - lloraba mi exposa al otro lado del teléfono - Natalia rompió una botella sin querer y se cortó las manos con los vidrios.
- Ok, tranquilizate y decime a dónde estás.
- En la guardia de la Clínica Santo Cesario.
- ¿Ya la están atendiendo?
- Sí, le tienen que dar un punto en cada mano, pobrecita, mi chiquita.
- Bueno, pero ya está todo bajo control.
- Sí, pero...
- ¿Sí, pero qué, Valeria?
- Que ya que me abandonaste, ya que me dejaste sola en la vida, lo menos que podrías hacer es venir acá y hacerte cargo.
Corté el teléfono, apagué el televisor y me puse las zapatillas. Le expliqué a Mili brevemente la situación y, antes de irme, se me ocurrió dejarle la anécdota, de regalo.
- ¿Sabés lo que me dijo mi ex?
- ¿Qué te dijo?
- "Ya que me abandonaste, ya que me dejaste sola en la vida, lo menos que podrías hacer es venir acá y hacerte cargo" - cité con tono melodramático digno de una telenovela de Migré.
- Ah... ya me parecía.
- ¿Qué cosa te parecía, amor?
- Ya me preguntaba en qué momento esto iba a pasar a ser culpa tuya.