Durante la segunda tanda de charlas del macabro fin de semana de Encuentro Matrimonial, leyeron montones de cartas, a modo de ejemplo del infalible método de comunicación que proponen.
Tengo un recuerdo difuso, sin embargo. Toda esa charla está un poco borrosa en mis recuerdos. Sin embargo, hay una imagen muy nítida, que hasta el día de hoy no he podido borrar de mi cabeza: todas las miradas dirigidas a mi y un silencio sepulcral.
- Te dormiste, hijo de puta - decía la voz de Valeria.
- ¿Y qué? ¡Si esto es un embole!
- ¡Que tus ronquidos tapaban la voz del cura, pelotudo!
Esa misma tarde, cuando todo terminó, nos incitaron con un cierto aire de misterio a que regresáramos no a casa, sino a nuestras respectivas parroquias. "Ya que te dormiste y no entendiste ni la mitad de lo que estaba pasando, lo menos que podés hacer es seguir las instrucciones", me intimó Valeria. Accedí, aunque lo único que quería era salir de esa mala pesadilla, llegar a mi casa y abrazar a mis hijos.
Cuando llegamos, nos llevaron -siempre con un cierto halo de misterio- hasta uno de los salones detrás del templo.
Globos, guirnaldas, gaseosas de segunda marca y sanguchitos de miga acompañaban a un pasacalle enorme que, de lado a lado del salón, rezaba: "Bienvenidos, encuentristas".
Me tomó una hora salir de ese atolladero y volver a mi casa. Natu tenía sueño y estaba de un mal humor muy parecido al mío. Calenté una mamadera y me tiré en un sillón del living, a dársela.
Se quedó dormida sobre mi pecho, toda desparramada. Me costaba respirar, con ese peso sobre el torax, pero -finalmente- sentía que había vuelto a casa.
Cerré los ojos un segundo. Lo siguiente que recuerdo es que, por el ventanal del living, amanecía.