Voy a manejar 400 kilómetros para encontrarme en Plaza Colón con una completa desconocida. Y debo admitir, aunque esto atente contra mi imagen de super-macho, que tengo un poco de cagazo.
¿Y si no me gusta? ¿Y si resulta ser que me enamoré de una mujer inexorablemente fea? ¿Y si resulta que le falta una pierna o tiene un ojo en la frente? ¿Y si es un monstruo ingobernable de 250 kilos, de esos que es más fácil saltarlos que pegarles la vuelta? ¿Y si le faltan la mitad de los dientes, tiene mal aliento o el tono de voz de Fran Drescher?
Pero, más allá del aspecto físico -lo cual, al fin y al cabo, es un gran gesto de frivolidad de mi parte, si se quiere- hay algo que francamente me aterra: ¿Y si es una psicótica obsesiva como Victoria? ¿O engreída como Verónica? ¿O groncha como Vanessa? ¿O aburrida como Viviana? ¿O fría como Vanina? ¿O una arpía como Vera? ¿O una alcohólica descocada como Vilma? ¿O si es una sexópata manipuladora como Virginia?
Y si Mili es, en realidad, otra Valeria, ¿yo de qué me disfrazo?
Porque ya está: ya empecé a sentir cosas por alguien que no conozco.