"¿Por qué carajo nunca le pregunté la edad?", la voz de mi conciencia me taladraba la cabeza mientras me acercaba, con una sonrisa.
Eran las diez de la mañana y yo estaba en Plaza Colón, frente al Casino de Mar del Plata, yendo a encontrarme por primera vez, en persona, con Mili.
Para mi sorpresa, era absolutamente hermosa. Pequeña, delicada y toda llena de curvas. Un pelo larguísimo -luego constataría que suelto le llegaba hasta el culo, en un momento en que la miré discretamente de atrás, no precisamente para mirarle el cabello- unas piernas torneadas, un escote notable y, sobre todo, lo que me llamó más la atención, unos ojos profundamente negros que, sin embargo, brillaban con la luz de la mañana.
Lo que sí, si alguien me hubiera preguntado en ese momento qué edad le daba, hubiera apostado a que eran 18 o 19.
Pero ya estaba ahí. Tras 400 tempraneros kilómetros de Ruta 2, tenía a un metro de distancia a la chica que me provocaba mariposas en el estómago y no iba a arruinar el momento preguntándole, en el primer minuto: "¿Pero vos, nena, cuántos años tenés?".
La llegada de internet -y, por ende, de las relaciones interpersonales que nacen en ese medio- ha provocado que ciertos protocolos queden anacrónicos y desubicados. Antes, en la era analógica, cuando te presentaban una chica, a una completa desconocida, la saludabas con un austero beso en la mejilla. Debía pasar un tiempo para que el besito se convirtiera en un besazo. Y debía nacer una amistad profunda -o, directamente, un noviazgo- para que uno pudiera hacerse acreedor del lujo de un abrazo.
Pero las relaciones nacidas por internet han logrado que un protocolo algo rígido pero fácil de seguir quedara perimido. A lo largo de mil sesiones de chat, habíamos compartido con Mili nuestras vidas. Sabíamos mucho el uno del otro. Casi podría decirse que nos conocíamos. Sin embargo, el hecho de que fuera la primera vez que nuestros cuerpos estaban a tan sólo unas pocas baldosas de distancia nos convertía en absolutos extraños, en dos personas que se veían, se conocían, se reconocían por primera vez.
Incómodo, tremendamente incómodo con esta idea, con este protocolo fracturado, con este no saber qué hacer ni cómo, me quedé congelado a un metro de distancia y la miré de arriba a abajo. Y, como todo un cobarde, le dejé a ella la decisión.
"¿Y? ¿No vas a venir a saludarme?", sonreí, mientras abría ligeramente los brazos, invitándola más bien a que me crucificara.
De un salto, se me colgó del cuello y me abrazó como se abraza en el aeropuerto a ese amigo que lleva un par de temporadas viviendo en el exterior, como se abraza a un hermano el día de su graduación, como se abraza a alguien que se extrañó, como se abraza en un momento especial.
"¿Vamos a caminar?", propuso ella. Y encaramos la costa, charlando de mil cosas con el ruido de las olas de fondo.
Caminamos más de dos horas, haciendo en vivo y en directo lo mismo que hacíamos por chat: contarnos cosas. Sólo que, esta vez, el relato tenía banda de sonido. Tenía el murmullo del mar y la voz de Mili, dulce y algo aniñada.
Nos dio hambre y paramos a comer en una cantina minúscula sobre la calle Arenales, donde nos sirvieron los mejores sorrentinos a la crema de los que la historia tenga registro. Insistió en invitar, quiso pagar ella la cuenta, "porque vos ya gastaste mucho, viniendo hasta acá". Pero su ocurrencia resultó una gran oportunidad para sacarme una duda. Cuando fue a pagar, con una tarjeta de crédito, le pidieron una identificación.
"A ver, dejame ver esa foto", le dije, manoteando la cédula de identidad. Me mofé de su cara de dormida en el patético retrato policial mientras aprovechaba la ocasión para leer un dato crítico: la fecha de nacimiento.
Marzo de 1982.
El tango dice que veinte años no es nada.
Supongo que diez es, entonces, la mitad de nada.
Y, al menos, no es ilegal.