"Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así", aullaba el Nano Serrat desde un grabador ochentoso y con pocas pilas, que hacía que la voz del catalán patinara ligeramente. La canción era brutalmente acompañada por una percusión de tapas de cacerola, en manos de los coordinadores del Fin de Semana de Encuentro Matrimonial. Sí, así nos despertaron el segundo día, casi de la misma forma que el Profe Ramírez -de educación física- nos sacaba de adentro de las carpas en esos interminables campamentos de invierno en San Antonio de Areco que hacíamos con la escuela.
Mi predisposición, luego de este despertar, era tan buena como la de Valeria a la hora de negociar alimentos. Y mi humor, completamente digno de Sauron.
Las charlas de la mañana incluyeron un ejercicio que, creo, no olvidaré jamás: había que poner por escrito qué era lo que nos había enamorado del otro.
Sobre Valeria escribí que tenía fuerza de espíritu, que no renunciaba a las cosas que se proponía, que se aferraba con uñas y dientes a aquello en lo que creía, que era mucho más organizada y disciplinada que yo y que era muy apegada a la familia.
Visto en perspectiva, aún no estoy seguro de si lo que hice fue una lista de lo que más me molestaba mostrándolo como si fueran virtudes cardinales o si, en su momento, no me habré enamorado de sus peores defectos.