125 - Desagendados

"Tomemos un café", me dijo Valeria, amigablemente, por teléfono, "tenemos que discutir qué vamos a hacer con respecto a los problemas de conducta de Martincito en el colegio". La excusa era buena y el hecho de juntarnos en un bar, en público y a la luz del día, me garantizaba que, al menos, no iba a hacer algún tipo de escándalo.

La esperé sentado en La Biela, afuera -hacía calor- tomándome una cerveza mientras miraba pasar a la gente. Llegó tarde, como de costumbre, y atacó con su característica ferocidad. "El chico es un desastre por culpa del padre que tiene, que es un mal ejemplo de todo en la vida", fue su primera frase.

El resto de su discurso fue sistemáticamente olvidado, dado que versaba sobre más de lo mismo. De hecho, creo que como al minuto y medio, dejé de escuchar.

Hasta que, en un momento, la cerveza ingerida empezó a ejercer una cierta presión sobre mi vejiga. Era la excusa perfecta para huir de la perorata valeriana, por lo que me excusé y desaparecí en el baño de caballeros por eternos cinco minutos.

Pero, en mi excursión a desagotar el cuerpo y la mente, cometí un error gravísimo: olvidé el celular arriba de la mesa.

A mi regreso, pagué la cuenta y me preparé para retirarme, no sin antes recordarle que, si tenía algún problema con la forma en que criaba a mis hijos, podía discutirlo cualquier día de estos con el Asesor de Menores en el juzgado.

De la masacre me di cuenta cuando ya me había alejado de La Biela unos doscientos metros y Valeria estaba fuera de mi campo visual. Durante mi prolongada excursión sanitaria, mi exposa había echado mano a mi teléfono.

Todos los contactos en la agenda que tenían nombre de mujer -incluyendo mi mamá, mi hermana y mi tía Martha- habían sido eliminados.