¿Estaré destinado a que ninguna mina me dure? ¿O seré yo el subnormal, que después de tantos años con Valeria, ya no me banco ni la menor señal de neurosis? ¿O será que realmente están todas, todas, todas absolutamente del moño?
Mi relación con la profesora de aerobics, debería haberlo sabido, estaba condenada al fracaso. Simplemente, porque me exigía que resignara una parte de mi personalidad. No estoy seguro de ser el tipo cursi y empalagoso del que Vanina se quejó durante todo el tiempo que duró lo nuestro. Creo que más bien soy un "hombre sensible" en la acepción más doliniana del término. Una especie de romántico incurable, capaz de emocionarse, de sentir intensamente, de escribir -en consecuencia- este tipo de pavadas.
Pero a ella le gustaba la cosa hard. Y el sexo desenfrenado -experimental y bastante salvaje, dicho sea de paso- resultó una tentación demasiado grande. Sí, los hombres pensamos con el pito, nadie descubrió la pólvora, la penicilina, la cura contra el sida o la fusión en frío por proclamar esto.
Pero así como la cama era una especie de circo romano, donde el divertimento implicaba siempre un cierto grado de violencia, la convivencia fuera del polvódromo era horrible. Con Vanina todo era demasiado serio y estaba siempre al borde del melodrama.
Llegó un punto en que empecé a sentirme incómodo a su lado. Poco tiempo después ya no estaba incómodo. Sinceramente, estaba mal. Necesitaba cortar ese vínculo enfermo.
Terminar con una relación nunca es fácil, pero casi siempre recorre el mismo camino. Se empieza por explicar en forma remanida, aunque civilizada, que la cosa ha llegado a su fin. El empleo de frases como "ya no siento lo mismo", "ya no somos los mismos", "esto no da para más" o el clásico de clásicos "no sos vos, soy yo" siempre deja un halo de cordialidad y buen gusto, pese a las lágrimas.
Un par de veces en mi vida me ha pasado que alguna dama no entendiera un "se terminó" adulto y elegante, obligándome a usar frases un tanto más duras, en la línea de "tomátelas", "fuiste", "no te quiero volver a ver un pelo" o "yo creí que eras especial... y sí, estás especialmente loca", como le tocó oir a Verónica, en su momento.
El problema con Vanina fue que, cuando le expliqué por las buenas lo que sentía, obtuve una respuesta que jamás hubiera esperado: "ay, no hables pelotudeces, nene", me dijo. Cometí entonces el terrible error de pasar al plan b y tratarla como el culo.
Completamente contraproducente: me ensarcé en una discusión a los gritos y puteadas que sólo consiguió que su conteo hormonal se disparara por las nubes y todo acabó en un revolcón de antología.
Desesperado, intenté el último recurso. El más bajo de todos. La única forma que se me podía ocurrir de espantarla en forma definitiva.
Acabada la maratón sexual, abracé su cuerpo desnudo sobre la cama y acercándome a su oído, le susurré la frase maldita:
"Te amo, Vanina"
Se levantó, se vistió y se fue.
Y nunca más volví a saber de ella.