122 - Salven a las ballenitas

Cuando recién me casé, tiempos de vacas flacas, usaba unas camisas baratas que tenían las ballenitas del cuello cosidas adentro. No se podían cambiar, como en las buenas camisas de vestir, sino que estaban atrapadas dentro de la estructura del cuello de la camisa en forma permanente.

El mandato familiar de Valeria -heredado de su madre y, por carácter transitivo, de su abuela- indicaba que los cuellos de las camisas masculinas debían almidonarse hasta que tomaran la solidez de la roca volcánica y, muchas veces, la suave y acogedora textura del papel de lija. Así, se empeñaba mi exposa en rociar toneladas de apresto sobre mis prendas, para luego castigarlas con la plancha a una temperatura tal que seguramente podría derretir un iceberg.

El resultado era triste: no sólo las camisas quedaban rígidas como rulo de estatua sino que, ante el calor, el plástico taiwanés berreta de las ballenitas se deformaba salvajemente. No había llegado al primer año de casado cuando descubrí que absolutamente todas mis camisas tenían los cuellos combados por el plástico deforme, haciendo que simpáticamente miraran al cielo, como si se tratara del vestuario de un payaso de circo de barrio.

Hacerle a Valeria una "amable sugerencia" con respecto a la sobredosis de Robin y la temperatura adecuada de la plancha fue motivo suficiente para desencadenar una pelea que acabó en un sólo grito por parte de ella:

"Si tenés tanto problema, planchátelas vos"

Desde ese entonces y mientras duró mi matrimonio, planché a diario mis propias camisas, frustrando a mi exposa, que seguramente hubiera preferido que le pidiera perdón y rogara de rodillas por su excelso planchado.

Hoy -sobre todo desde que despedí a Rosa- ya no plancho. Como lavo a mano, a falta de lavarropas, simplemente cuelgo la ropa en perchas y dejo que el peso del agua y la ley de gravedad hagan el trabajo por mí.

No quedan como si las hubiera sacado recién de la tintorería, pero juro que, a la fecha, nadie se dio cuenta.