109 - Gastos eventuales

¿Qué diría mi mujer si se entera que gasté plata en esto? La primera vez que me hice esta pregunta, llevábamos dos años de casados. Había ido con Nacho a una de estas exposiciones de fantasía y ciencia ficción que solían ser populares en Buenos Aires hace unos años y, en uno de los stands, me había enamorado a primera vista de un muñeco de doce pulgadas del Señor Spock. Con su uniforme azul, sus orejitas puntiagudas, su phaser en la minúscula manito y el tricorder colgándole como si se tratara de una femenina cartera pasada de moda. No recuerdo el precio. Pero recuerdo los ojos de Nacho, abiertos por la sorpresa como un dos de oro, cuando el vendedor lo dijo en voz alta. Era demasiado caro.

Lo compré, preguntándome qué diría Valeria cuando le dijera que me había gastado ese dineral en un juguete. Y un juguete para mi, además.

Dejé a mi vulcano de plástico en el baúl del auto y, mientras volvía a casa, tomé una de esas decisiones que, muchos años después, sumarían argumentos cada vez que digo que, mi divorcio, era completamente predecible: decidí no decirle nada a Valeria.

El resto de ese mes no almorcé en horario de trabajo. Si hacía desaparecer todo ese dinero de casa, de una, mi exposa iba a sospechar algo. Con el tiempo, en la planilla de Excel donde llevábamos los gastos, inventé un asiento que llevaba el ridículo nombre de "gastos eventuales", donde, con discreción y cuentagotas, podía infiltrar algún dinero, podía "lavar" gastos que, si los declaraba, hubieran implicado un quilombo con Valeria.

Mi lugar de trabajo se convirtió entonces en el refugio de mi pequeña colección de fetiches. Era preferible ser objeto de burla de los colegas que víctima de un escandalete made-in-Valeryland. Con el tiempo y el advenimiento del divorcio, mis juguetes se mudaron a mi departamento de nuevo soltero. De hecho, al momento de escribir estas líneas, Spock me mira fijo, con su mirada negra de esmalte sintético. Está muy bien acompañado por un guerrero klingon que compré en una comiquería, un Batman enorme que Jorge me trajo de Miami, una alcancía con la forma de R2D2 que conseguí en un sitio de remates, un simpático Homero J. Simpson, sentado en el sillón, con el control remoto en la mano, y una media docena de naves espaciales en miniatura.

Y ya no tengo que darle explicaciones a nadie o falsear asientos contables de gastos eventuales.