En el ridículo camino de tratar de salvar un matrimonio que estaba condenado as from day one, probamos de todo. Tras el estrepitoso fracaso con Magdalena, la consejera matrimonial, me encontraba ante el conflicto de buscar algo que pudiera ayudarnos sin que se pareciera en lo más mínimo a una terapia convencional, no fuera cosa de predisponer mal a mi mujercita y que acabara por avergonzarme en público nuevamente.
El padrino de Martín, un hombre de fe -que visita religiosamente la parroquia todos los domingos y el prostíbulo todos los lunes, a la hora del almuerzo- nos habló de Encuentro Matrimonial, un movimiento de la Iglesia Católica que "trata, sobre todo, los problemas de comunicación en la pareja", nos explicó, "creo que es justo lo que ustedes están necesitando, los voy a contactar con un coordinador amigo".
Si lo hubiera propuesto yo, seguramente Valeria se habría resistido. Pero la idea venía de boca de su mejor amigo de la infancia, lo cual la convertía en la mejor idea del mundo, que aceptó gustosa.
Unos pocos días después, nos llamaba por teléfono un tal Alberto, que nos explicaría en qué consistía: un fin de semana en una casa de retiros espirituales, junto con "otros matrimonios, como ustedes, que se aman, pero que necesitan mejorar la comunicación", donde, a través de una serie de charlas, dictadas por un sacerdote y otros matrimonios expertos, "van a aprender un método que les va a cambiar la forma de comunicarse... ¡y la vida!", remató entusiasmado.
Acepté la propuesta no del todo convencido. Sonaba demasiado bien, demasiado perfecto, algo tenía que fallar. Hice la reserva y dos semanas después llegábamos a la mentada casa de retiros, un edificio anticuado en las afueras de General Rodríguez.