Nunca fui muy amigo del psicoanálisis. Y la sola expresión "terapia de pareja" me hacía correr un frío por la espalda. Pero hubo un tiempo -que fue hermoso, diría Sui Generis- en que estaba dispuesto a todo por salvar mi matrimonio, inclusive probar distintos tipos de terapia.
Así, renegando de los tratamientos convencionales, logré que la parroquia del barrio me recomendara a una "asistente terapéutica", una "councillor" que, según me dijo el Padre Manuel, tenía experiencia en parejas que "se llevan como católicos y evangelistas".
Magdalena -una señora cincuentona, madre de seis- vivía en una casona cerca del río y tenía una de las habitaciones destinada a funcionar como "consultorio": Sillones cómodos, un amplio ventanal al jardín y una réplica de Monet colgando de la pared. Un ambiente cálido y acogedor, que invitaba a desnudar el alma.
Fuimos a visitarla un sábado por la tarde. Me corrijo: arrastré a Valeria hasta el escondite de esta consejera un sábado por la tarde. Desde el primer minuto, me inspiró confianza y le conté a grandes rasgos, nuestra historia de peleas, entredichos, discusiones y platos voladores.
Debo haber hablado ininterrumpidamente durante unos veinte minutos, comportándome, en general, como un caballero, aunque sin poder resistirme a -de vez en cuando- dispararle a mi exposa con munición gruesa. Tras escucharme pacientemente, Magdalena miró a Valeria por sobre sus lentes y le hizo una sola pregunta:
- ¿Y vos?
- Yo, nada.
La experta hizo un par de intentos corteses por motivar a Valeria a hablar, con pobres resultados. Agotada de la cara de culo in-crescendo de su flamante paciente, se dio amablemente por vencida y nos agendó para vernos al sábado siguiente.
Me fui con un sabor amargo, pero con la esperanza de que una semanita de reflexión le sirviera a Valeria para recapacitar y disponerse a abrir la boca en la sesión siguiente.
Me cobró una pequeña fortuna.