Según Valeria, las fotos de nuestra boda son "un desastre". Pero, como era de esperarse, yo creo que las fotos son sencillamente geniales. Al menos algunas.
Cuando nos casamos, Valeria quería cumplir con todos los lugares comunes: el vestido blanco con una cola muy larga, el novio de frac, la Catedral llena de flores, la limousine al salón, el vals, la torta con cintitas, las ligas, el revoleo del ramo y las fotos.
Ante todo, las fotos.
Tanto empeño había puesto en los detalles superfluos de nuestro casamiento, que pretendía que todo fuera debidamente documentado. No había momento de tan magna celebración que no fuera digno de ser inmortalizado en papel mate.
Yo, en cambio, no quería saber nada con ser asediado toda la noche por un aspirante a paparazzi; y mucho menos con posar junto a la fuente que tiene un "manequin pis", tomando a mi amada de la mano y poniendo cara de telenovela mexicana.
Discutimos bastante -inclusive en el transcurso de la fiesta- por el tema de las fotos. Al final, cuando miramos el álbum, pareció dividirse por su propia cuenta en dos clases de fotos: las de Valeria y las de Esteban.
En las fotos favoritas de Valeria estamos tomados de la mano con telones carmesí de fondo, estamos abrazados dentro de la limousine, mirando hacia atrás por el parabrisas, estamos mirándonos a los ojos mientras ella sostiene una rosa, aparecemos posando -como un equipo de fútbol de segunda- junto a todas y cada una de las mesas, plagadas de invitados. En todas esas fotos, ella sonríe feliz. En todas ellas, mi cara de orto es tan rotunda que logró despertar el comentario procaz de más de una tía gorda.
En mis imágenes favoritas, en cambio, aparezco medio de costado, tomado de lejos, abrazado a Jorge y cagado de la risa. En las mías, se me ve bailando canciones de Los Auténticos Decadentes con mi cuñada, con la camisa fuera del pantalón. Entre las fotos que más me impactaron, aparecen mis amigos revoleándome en el aire, mis hermanos completamente borrachos, mis sobrinos tratando de treparse arriba mío. Son todas fotos espontáneas, sacadas con zoom, en un acto de creatividad de nuestro Man Ray de barrio; o quizás en un gran acto de resignación, intuyendo que sería la única forma de sacarme sonriente.
Las fotos quedaron, como decía, divididas en dos: las que estaban vistas a través del ojo de Valeria y las que tenían mi visión de lo que una boda -y un matrimonio- debían ser.
Igual que todo el resto de las cosas de la vida.