Estaba firmemente decidido a rechazar a Victoria. Su comportamiento, ligeramente obsesivo, me asustaba un poco. Y el hecho de que -en forma más o menos directa- se me hubiera ofrecido para un revolcón por email no terminaba de convencerme. Además, debo admitir mi lado más frívolo y pedorro: tampoco me convencían las fotos.
Hasta que se bajó del micro.
Era mucho más alta -y por lejos más bonita- de lo que la foto mostraba. Había perdido algunos kilos y se había aclarado un poco el pelo. Repentinamente, la idea de terminar durmiendo una siesta a cuatro piernas no me pareció del todo descabellada.
Fuimos a un bar y tomamos un café. Primero, atravesando la mesa por arriba, me acarició una mano. Luego, atravesando la mesa por debajo, me hizo notar que se había sacado un zapato y que su pie tenía un verdadero espíritu explorador, completamente dispuesto a llegar "where no foot has gone before".
Cuando salimos del bar, anochecía. La arrinconé contra una pared y su lengua decidió explorar qué había yo desayunado.
A sólo cien metros del bar, había un telo. Creo que batimos el record olímpico.