010 - Sauron y yo

Me llevé al perro. Sí, ese fue el consejo de mi abogado, que no le dejara a Valeria ni un centavo más. Que me llevara al maldito perro.

- ¡Pero vivo en un monoambiente, Pablo! - le grité, desesperado, por teléfono.
- No importa, llevátelo -se puso firme, pero manteniendo una calma de la que yo soy incapaz- Si hoy le das plata para mantener al perro, mañana te va a pedir para el hamster de la nena y pasado para la antirrábica de la tortuga.

El diálogo con Valeria no fue exactamente amable. Comenzó con cuestionamientos un tanto indigeribles, que incluían mi tiempo para sacarlo a caminar, si lo bañaría con frecuencia, si lo seguiría llevando periódicamente al veterinario y -el que más gracias me causó- si su pobre "bebé" sería capaz de vivir sin ella. "Pobrecito, se va a morir de tristeza", comenzó a sollozar al otro lado del teléfono.

Fui inflexible, como me enseño mi abogadito. "Quiere la plata", decía Pablo. Y yo no estaba dispuesto a darle el gusto. O la guita.

Así que, un martes a la noche, pasé a llevarme a Sauron, con todo su equipamiento: su bebedero automático, su plato para el alimento balanceado (de acero inoxidable, porque los de plástico los despedaza), su correa y el collar de ahorque con púas, la única forma de sacar a pasear a esa bestia musculosa sin que te revolée por el aire. Valeria lloraba. Naty lloraba, porque lloraba la madre. Carolina, la del medio, me miraba desde la ventana con su habitual e indescifrable cara de orto. El único cómplice, el único que sonreía ante la victoria paterna -o al menos eso supongo- era Martincito. Qué grande, el pendejo.

Supongo que mucho no le debe haber costado al pichicho adaptarse a mi modesto hábitat. Digo, porque lo primero que hizo fue mear al pie de mi escritorio. Y lo segundo fue pegar un salto alegre y desparramarse todo arriba de mi cama.

A las once de la noche decidí irme a dormir. Sauron continuaba en mi cama. Lo invité amablemente a bajarse, pero me respondió mostrándome su poderosa dentadura de rottweiler endemoniado en todo su esplendor. Me puse firme, levanté el tono de la voz y lo amenacé con la mano en alto. Sólo logré que gruñera más fuerte y mostrara más dientes.

Así que terminé buscando la bolsa de dormir.