Vero me hacía pensar. No dejaba de asombrarme cómo, a pesar de sus escasísimos 22 añitos -y sin ninguna educación formal en la materia- era capaz de hurgar en lo más profundo de mi psique y de explorar mis lados más profundos... y también los más perversos.
Si por algo se caracterizó mi relación con Verónica fue por las charlas. Eternas. Intensas. Noches enteras, sentados sobre almohadones, en el piso de su departamento, embarcándonos en las disquisiciones filosóficas más absurdas. Eso es algo de lo que, definitivamente, jamás me voy a poder quejar: de que hubiera falta de diálogo. Más bien todo lo contrario.
Faltaba acción. Faltaba pasar de las palabras a los hechos. Y llevar a esta chiquilla a bailar el tango horizontal acabaría por convertirse en una cruzada que nos desgastaría de una forma bestial.