El día que nos casamos por civil, debería haberme dado cuenta. Mi matrimonio con Valeria estuvo condenado "as from day one" y, como un tarado, no la vi venir.
Los parientes de Valeria son unos catalanes macanudos pero obstinados, que vinieron a parar a esta terra argenta en los tiempos de la guerra civil. En la vieja casa familiar, donde cohabitan una abuela octogenaria con un puñado de hijos y nietos, aún se habla un idioma extraño, que de lejos parece castellano, pero que en realidad mecha suficientes palabras en catalán como para desconcertar al oído inexperto y dejar a los elementos exógenos -yo, por ejemplo- afuera de la mayoría de las conversaciones.
Cuando Valeria y yo nos casamos, una media docena de parientes de dudosa clasificación aparecieron en Ezeiza, a celebrar la felicidad de esta boda transoceánica. Valeria estaba exultante: finalmente le conocería la cara a su prima Consuelo, con la cual, a instancias de las respectivas madres, habían intercambiado correspondencia desde el mismísimo día en que aprendieron a escribir.
En un casamiento, la vedette de todas las jodas es la fiesta posterior a la ceremonia religiosa. El casamiento por civil, en cambio, es un hecho menor, un trámite incómodo que hay que cumplir. Y, como da mucha bronca terminar de casarse al mediodía y volverse a la oficina, entonces todos empiezan con el "hagamos algo".
Tras mucho darle vueltas a montones de ideas, a cual más pedorra que la otra, habíamos acordado con Valeria que, el día del civil, almorzaríamos en casa de mi vieja, con mis parientes directos, un par de amigos íntimos y los testigos. Luego, sin apuro y cuando cayera la tarde, migraríamos a casa de su abuela, donde nos someteríamos a una fastuosa merienda a base de tortas fritas, sólo para esperar el asado que estaría gestándose para la noche, con todos sus familiares, incluyendo a la tía Eduarda, la prima Consuelo y un par de personajotes más de cuyos nombres no quiero acordarme.
Hasta que finalizamos el almuerzo, alrededor de las dos de la tarde, todo marchaba según lo pactado. Pero, de repente, a mi flamante futura ex esposa se le soltó la cadena:
- Vamos ¿Si?
- ¿A dónde? - pregunté desconcertado.
- A lo de la abuela.
- ¿Pero no íbamos a ir recién tipo cinco o seis? ¡Recién son las dos!
- Ay, sí... pero es que tengo tantas ganas de verla a Conchita - respondió, al borde de un pucherito.
Cada vez que llamaba a su prima por su apodo, no podía evitar la carcajada, lo cual distendió un poco la situación. Y, pese a que ese era MI momento, con MI familia, y que así se había pactado, se ve que el hecho de haberme casado recientemente me tenía medio idiotizado de amor y, un poco por darle el gusto a mi mujercita, y otro poco por no pelear el mismísimo día del casamiento, cedí.
Expliqué a la mesa la situación y me retiré. Las caras de orto de mi vieja, mi hermano y mi amigo Jorge se veían desde la Estación Espacial Internacional.
Y yo, ahí mismo debería haberme dado cuenta de que había algo que no funcionaba ni iba a funcionar.
Pero no. Qué salame.