233 - Teléfonos cortazarianos

La experiencia me enseñó a no tropezar dos veces con la pétrea llamada telefónica de Valeria en el momento más inoportuno. Así, bendito sea el identificador de llamadas, dejé de atenderla en momentos en los que estuviera ocupado en cosas mucho más interesantes que hablar con ella, incluyendo trabajo, juegos on line y sexo. Sobre todo sexo.

En calzones y bastante agotado por una sesión de a dos más que generosa, noté en mi celular nueve llamadas perdidas de mi exposa. Me intrigó. Y, debo admitirlo, me preocupó un poco tanta insistencia, así que devolví el llamado.

- Tenía una tonelada de llamadas perdidas tuyas ¿Pasó algo?
- No, nada. Era sólo para preguntarte si el sábado que viene podías llevar a Caro a un cumpleaños, que yo no puedo - dijo.
- ¿Y para eso tantos llamados, tanta insistencia? ¡No era nada urgente!
- No, esta vez no. Pero vos, si yo te llamo, tenés que atenderme igual, pase lo que pase, caiga quien caiga ¿Y si era algo urgente? ¿Y si la vida de alguno de tus hijos estaba en peligro y vos no atendías? ¿Eh? ¿Eh?

Hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad. Pero no porque guardara todos mis sueños en castillos de cristal, sino porque la telefonía celular a duras penas existía y estaba reservada exclusivamente para los más adinerados. Desde que el zapatófono se ha vuelto accesible al público masivo -incluyéndome- somos esclavos de este artefacto maravilloso y siniestro a la vez, que nos conecta con el mundo todo el tiempo y nos vuelve localizables todo el tiempo también.

La privacidad murió en los circuitos de un Nokia 1100, la posibilidad de huir de todo y estar incontactable desapareció en la antena plegable de un Tango 300. Hoy, ya no podemos darnos el lujo de no estar.

Julio Cortázar dice, en un cuento genial que aparece en "Historias de Cronopios y de Famas", que somos esclavos del reloj. Pero eso fue porque Cortázar murió en 1984, cuando la telefonía móvil apenas empezaba en el mundo civilizado y a duras penas amagaba con llegar al país.

Si el maestro hubiera vivido en nuestros tiempos, quizás su retrato del comportamiento obsesivo hubiera lucido más o menos así:

Preámbulo a las instrucciones para cargar un teléfono celular

Piensa en esto: cuando te regalan un teléfono celular te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el teléfono, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, finlandés con cámara de 5 megapixels; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te colgarás del cinturón y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su fundita como un bracito desesperado colgándose de tu cintura. Te regalan la necesidad de cargar, la obligación de cargarlo para que siga siendo un celular; te regalan la obsesión de fijarte a cada rato si tiene señal, si te llegó un mensaje de texto o si te has quedado sin crédito. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu celular con los demás celulares. No te regalan un celular, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del telefonito.


Nota al pie: El celular, además, eliminó la tensión dramática provocada
por la incomunicación en la narración de grandes historias. Pero, de eso,
el maestro Hernán Casciari habló mucho mejor de lo que yo podría hacerlo.