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Cuando recién me separé, me fui a vivir a lo de Jorge. De repente, me había quedado sin techo y volver vencido a la casita de mis viejos, como en el tango, me apuñalaba ligeramente el ego.

No debo haber estado en el departamento de mi amigo más de una semana, hasta que empecé a sentirme ligeramente incómodo, como un intruso, como un disruptor de las rutinas del dueño de casa. Aunque Jorge no me lo dijera, yo sabía que era una molestia armar el futón en el living todas las noches para que yo durmiera. Y aunque no fuera una molestia, yo me sentía molesto, causando tanto disturbio en el pacífico piso de soltero de George.

Sin embargo, no puedo negarlo, fue una semana divertida, casi alocada. Salimos casi todas las noches y nos hemos quedado charlando y escuchando música -a un volumen que provocó las quejas de los vecinos en más de una ocasión- hasta cualquier hora. Cocinamos comidas hipersaturadas de colesterol, grasas y otros componentes igualmente tóxicos. Comimos helado como si nos recuperáramos de una amigdalitis y nos tomamos absolutamente todo lo que encontramos. Saqueamos la humilde bodega de Jorge y, cuando se acabó, compramos más y seguimos bebiendo. Tengo recuerdos algo difusos de esa semana, probablemente consecuencia de un estado de intoxicación etílica casi permanente. Pero sin embargo, los recuerdo con una sonrisa.

Hasta que finalmente, un buen día, junté mis cosas y me fui a lo de mi vieja. "Fue un gustazo, querido", me despidió Jorge con una palmada en la espalda, y volví a instalarme en el cuarto que solía compartir con mi hermano en la infancia.

Volver al nido puede ser una experiencia tan reconfortante como deprimente. Mi vieja me mimó como si volviera del frente de combate. En los primeros tiempos, no faltaron jamás en la heladera mis marcas favoritas y se me otorgó en forma instantánea el dominio del control remoto. Volví a tener ropa limpia, planchada y perfumada sin mayores esfuerzos y alguien que atendiera el teléfono y dijera que "no, Esteban no se encuentra" cuando no me daba la gana atender.

Sin embargo, algunas cosas no me terminaban de convencer. Volver a recibir quejas y órdenes de mamá cuando uno ya ha pasado la barrera de las tres décadas es triste y conflictivo. De hecho, creo que la demostración más clara del patetismo de la situación la tuve un día que interrumpí una sesión de chat con una dama que era candidata firme a un revolcón diciéndole "che... te dejo un rato, que me llama mi mamá a comer".

Pero la gran ficha me la hizo caer mi hijo Martín, una tarde, que me hizo el planteo de que, cuando estaba conmigo, no tenía un hogar a dónde ir.

"Somos un club de fútbol que se fue a la quiebra", le expliqué, tratando de buscar una metáfora que pudiera entender, "Imagina, por ejemplo, que Boca se funde y vende la Bombonera para poner un shopping, el Alto La Boca. Los jugadores siguen entrenando en un lugar alquilado y el equipo sigo en el campeonato, pero siempre en cancha visitante. Y, ante todo y lo más importante, la hinchada sigue ahí, apoyando incondicionalmente a su club".

Tincho parecía no entender, así que avancé brutalmente con la moraleja de mi historia.

"Si Boca se funde y vende la Bombonera, se queda sin sede, pero la institución está más viva que nunca. Un hogar vas a tener siempre, lo que te está faltando es sólo una casa".

La hinchada nunca dejó de alentar. Poco tiempo después alquilé el departamento. Martín lo llama, cariñosamente, La Bombonera.