220 - Lost in translation

El día que mi amiga Ara se casó con Joe -un norteamericano enorme que había empezado a perder el pelo en forma prematura- llovía lo suficiente como para que más de uno contemplara la idea de construir un arca. Siempre me sentí un poco culpable por esa relación. Porque, si bien se conocían desde hacía un par de años, fue el día de mi propio casamiento el que los llevó, bastante pasados de copas, a terminar enredados en el asiento de atrás de un auto, dándole el puntapié inicial a una aventura que acabaría con boda en Buenos Aires, luna de miel en Shanghai y residencia permanente en un pueblo de Kansas que a duras penas figura en los mapas.

Se casaron en una iglesia en Belgrano -me encantaría recordar el nombre exacto para recomendar a los cuatro vientos que no intenten llegar ahí- que queda en un barrio donde la mitad de las calles son cortadas por vías de dos ferrocarriles distintos. Los pasos a nivel no abundan y perderse es algo de lo más normal.

Llegué rápido, desde el centro, gracias a la pericia de un taxista experimentado. Pero Valeria -con la que aún estaba infelizmente casado-, que venía manejando desde casa, se perdió.

La ceremonia religiosa empezó sin ella y, a los pocos minutos, mi celular empezó a vibrarme en el bolsillo. Salí a la vereda lo más discretamente que pude y atendí el llamado.

- No tengo ni puta idea de dónde estoy -un principio de ataque de histeria vibraba en la voz de Valeria.
- No te preocupes, yo tampoco - contesté risueño.
- No te hagás el chistoso y ayudame a llegar.
- Bueno, hacé una cosa, tomátelo con calma y buscá una esquina. Decime el nombre de la calle y la altura, a ver si te puedo orientar.
- Estoy en Avenida Pindonga al 4000.
- Perfecto. No tengo ni la menor idea de dónde queda eso.
- Ah, vamos bárbaro.
- No te procupes, que voy a conseguir ayuda, quedate ahí, que te llamo en dos minutos.

En la esquina holgazaneaba un oficial de la Policía Federal que escuchó atentamente mi problema y me dio instrucciones de lo más precisas: "dígale que siga por la avenida, son unas diez cuadras hasta chocar con las vías, dobla a la izquierda hasta el paso a nivel, cruza, dobla a la derecha, la segunda a la izquierda y ya estamos". Tomé nota mental del procedimiento y se lo repetí por teléfono a Valeria.

Diez minutos después, volvió a llamarme.

- ¡Voy más de veinte cuadras y la vía no aparece! - gritó.
- Bueno, tranquilizate y haceme un favor: decime nuevamente a dónde estás.
- ¿Otra vez? ¿Pero vos sos tarado? Estoy sola como un perro, en un barrio que no conozco, manejando abajo de la lluvia y vos pretendés que sepa a dónde estoy.
- Si no me decís a dónde estás, no te puedo ayudar.
- Es todo tu culpa, por traerme a este casamiento de mierda, en el culo del mundo.
- Si no me decís a dónde estás, no te puedo ayudar - repetí monocorde.
- Avenida Pindonga al 2300.
- Ok, ahora sacá de la guantera la guía de calles y buscá tu localización.
- ¡Pero no puedo! ¡Es de noche! ¡No veo! ¡No traje los lentes!
- Mirá, Valeria - me puse firme - si tuviera el teletransportador de Star Trek, te traigo acá en un segundo. Pero no lo tengo y estoy haciendo lo mejor que puedo para ayudarte, así que no jodas más y cooperá conmigo.
- ¡Qué insolente! ¿Esa es manera de tratar a tu mujer?
- ¡Valeria! ¡Concentrate! Si seguís peleándome por cualquier boludez, te vas a quedar a vivir por siempre en esa esquina.
- Bueno, esperame que busco.

Escuché el ruido del teléfono apoyado sobre el tablero del auto, el ruido de la puertita de la guantera y el claro sonido de páginas que pasaban febrilmente.

- Listo, ya encontré mi lugar en el mapa. Pero poner el dedito en el mapa no soluciona nada, querido ¿Qué mierda hago?
- Buscá las vías del tren - respondí.
- Ya las encontré.
- ¿A qué altura de Pindonga pasan las vías?
- Como al 5000. Sos un pelotudo.
- ¿Y ahora qué hice?
- Me orientaste mal, imbécil.
- Ah, no, querida. Yo las instrucciones te las di bien. Que vos estés circulando exactamente en sentido contrario, te lo juro, no es mi culpa.