Cuando recién nos casamos, Valeria trajo a nuestro sagrado hogar un gaucho horrible. Una talla en madera, para colgar de la pared, a modo de supuestamente autóctona decoración, regalo de su madre, que representaba la cabeza de un hombre de campo tomando mate. "Qué lindo para prender un asado", me reí en su momento, aunque ver ese cachivache colgado de la pared de mi living en los años subsiguientes no me causaría absolutamente ninguna gracia.
Pocas cosas lucen tan mal como la decoración gauchesca en un lugar que poco y nada tiene de campo, de pampa, ni siquiera de rústico. Y el gaucho de marras, colgado de un clavito muy cerca de un cuadro con nudos náuticos no sólo no pegaba ni con mierda, sino que era definitiva e irremediablemente feo.
Una noche, Martín era chiquito, no debería haber cumplido ni tres años, vino corriendo a mi, llorando desesperado. Había pasado por el living en penumbras y había tropezado su inocente mirada infantil con la efigie de este Segundo Sombra cincelado en algarrobo.
"Zeñod malo, zeñod feo, atuta a Tincho", decía, entre lágrimas y mocos. Me tomó un rato entender de qué señor feo y malo podía estar hablando el enano hasta que, en un acto de valentía, me llevó de la mano y, con un dedito índice tembloroso, lo señaló, mientras se escondía detrás de mi pierna.
- ¿Podemos sacar esa porquería de la pared, que al chico le da miedo? - le pregunté a mi mujer.
- ¡De ninguna manera! Es un regalo de mamá y a mí me encanta.
Un domingo cualquiera, en que Valeria había salido al supermercado con Martín, se me ocurrió pasar el plumero y, accidentalmente, el gaucho se cayó al piso. Apenas tenía una muesca en la base, por el golpe, por lo que lo volví a colgar.
Y volví a pasarle el plumero. Y se volvió a caer.
Repetí el procedimiento unas ocho o nueve veces. Hasta que, finalmente, se rompió al medio con un sonoro "crack".
Accidentalmente, por supuesto.