Nunca había visto a Sauron hacer una cosa así. Nunca lo había visto comportarse como un dálmata. De golpe, sus cuarenta kilos de masa muscular estaban todos desparramados en el piso. Jadeaba y movía la cola, rogando, con el abdomen mirando al techo, que alguien le rascara la panza.
"Ay, pero qué ternura de perro", disparó Mili, dejando el pesado bolso en el piso y abalanzándose sobre la bestia infernal. Con las dos manos le hizo caricias en la panza, en el lomo, le tocó la cabeza. Sauron, feliz de la vida, parecía un cachorrito.
Hasta que, de repente, hizo un movimiento brusco, que me asustó. Se enderezó, irguió el cuello y, en un segundo, su poderosa quijada estaba frente a frente con la cara de inocencia y la sonrisa a prueba de balas de Mili.
Las dos criaturas se miraron profundamente a los ojos, a menos de un centímetro de distancia el uno del otro.
Entonces, Sauron hizo algo que jamás hubiera esperado de él: en un rápido y certero movimiento, le encajó un tremendo lengüetazo que le llenó la cara de baba canina.
"Tu perro es un divino", disparó Mili, acariciándole la cabeza. Con los ojos desorbitados y la mandíbula por el suelo de la sorpresa, no pude más que asentir en silencio.