Estoy enfermo. Tengo el temible Síndrome de Costanza. Le pasa a George, el amigo de Seinfeld, el día que se pone un anillo de casado: de golpe, casi mágicamente, deja de ser un perdedor y las mujeres se arrojan a sus pies.
He asumido, muy a mi pesar, que me he vuelto a enamorar. Creo que Mili es ese amor, el que estaba esperando, el que me va a acompañar por el resto del viaje. Creo haber encontrado a la compañera. Y justo ahora, que me volví a enganchar, me pasa de todo.
Ayer me llamó Mónica, la fallida candidata a jefa, reclamándome que le debo una cerveza. Marina sigue aprovechando cada ocasión posible para dispararme alguna insinuación, Vilma insiste en invitarme a todos los after office, Vanessa me manda a cada rato mesajes de texto que juran que tiene entradas para el Turismo Carretera (como si me gustara) y hasta me escribió Viviana diciendo que tiene ganas de verme.
Pero el premio mayor se lo llevó Verónica, que pese a mi amenaza de denunciarla a la policía si volvía a acercase a mi auto, me llamó por teléfono:
- Voy a verte - me dijo, casi imperativamente.
- Ni se te ocurra.
- Pero mirá que llevo forros, eh - dijo, con una risita.
- Gracias, pero no.
- ¿Cómo que no? - sonaba alarmada.
- Estoy enamorado, Verónica.
- ¿Y? ¿Desde cuándo sos fiel, atorrante? - me desafió.
- Desde que descubrí que la fidelidad no es un principio moral. La fidelidad es un estado de ánimo. Hace unos meses atrás seguramente te hubiera dicho que sí. Hasta te habría perdonado lo del auto y todo. Pero... ¿Sabés qué? No tengo ganas.
- ¿De estar conmigo?
- Ni con vos ni con nadie.
Lo que no puedo evitar preguntarme es por qué cazzo no me pasaban estas cosas en aquel tiempo de gloria en que no tenía sentimientos que me impidieran comportarme como un conejo en celo.