Sol es rubia y tiene los ojos claros. Su cuerpo tiene las curvas necesarias como para hacerla una muchacha más que atractiva, sin necesariamente ser de una voluptuosidad exagerada. La expresión más usada por la gente que la conoce para definirla es: "¡ay, Sol es diviiinaaa!".
Sol es maestra jardinera -de hecho, la maestra de mi hija menor- y, pese a que tiene unos cuantos años de oficio, mantiene el entusiasmo del primer día. Adora a sus chicos y tiene un compromiso enorme con su tarea como educadora. Todo el tiempo anda con la cámara digital, sacándoles fotos a los pequeñuelos. Luego, tortura a su pobre novio para que las edite, armando videos con música de fondo y en formato DVD, que distribuye entre los padres babosos.
Sol prepara los mejores actos de fin de año y siempre llora, de la emoción de ver a sus niñitos crecer y de la tristeza por tener que dejarlos atrás cada vez que el ciclo lectivo termina.
Nadie puede ser tan absolutamente perfecto. Todo el tiempo. En todo lo que hace. Más bien, esta clase de gente me causa la mala impresión de que algo está ocultando.
Sol es divina. Pero seguro que, cuando nadie la ve, en las sombras, es aficionada a prácticas sadomasoquistas, se saca los mocos, mira pornografía lésbica en internet o es una candidata a convertirse en asesina serial.
Todos aman a Sol. A mí me da un poquito de miedo.