Entonces me regalaron un sticker. Tenía el logo de Encuentro Matrimonial -algo así como dos deformes corazones entrelazados- y me dieron una consigna: "pegalo en el auto... los encuentristas nos reconocemos por la calle y nos tocamos bocina mutuamente", me dijo un cordinador cuyo nombre ya no recuerdo.
"Esto es una fucking secta", pensé para mis adentros.
Haber pasado por la experiencia del fin de semana nos obligaba, según nos explicaron, a cumplir con ciertos rituales. Uno era seguir haciendo el 10/10 en casa, como un ejercicio de comunicación, lo cual -juro- intentamos, con resultados dispares. Además, debíamos asistir a una reunión al mes, una especie de "mantenimiento", donde básicamente se verificaba que estuviéramos poniendo en práctica lo aprendido y nos atiborrábamos de masitas y café con Chucker.
Fuimos a las "reuniones de comunidad" durante un tiempo, que por suerte no fue muy extenso. Pronto nos empezamos a aburrir. Otras parejas empezaron a desertar, con excusas más o menos creativas y, en menos de un semestre, éramos demasiado pocos como para justificar la mera existencia de la reunión.
Desesperados por no perder adeptos, intentaron incorporarnos a otra comunidad ya formada. Pero teníamos la excusa perfecta para hacer un mutis más o menos elegante y nunca más volvimos a aparecer.
No volvimos a hacer un 10/10 ni mejoramos en nada nuestra comunicación. Como me dijo en cierta ocasión el Padre Manuel, "encuentros es como una prótesis... si te cortan una gamba, podés caminar con una pata de palo, pero no es lo mismo... cuando la comunicación en la pareja se rompió, podés emparcharla, pero se va a seguir notando que está rota... a algunos les sirve, a otros no".
En lo personal, rescato una sola cosa positiva: huir despavoridos de esa pintoresca secta fue una de las últimas cosas en las que Valeria y yo estuvimos absolutamente de acuerdo.