Eran las cinco de la mañana y la fiesta de Guille agonizaba. Mili tenía pasaje para volver a Mar del Plata a las siete, y había que hacer tiempo.
- ¿Vamos a tomar un café? - propuse
- Dale, pero... ¿A esta hora? ¿Habrá algo abierto?
- Ah... conozco el lugar donde hacen el mejor café a cualquier hora: mi casa.
Entré al departamento primero, haciéndola esperar en el pasillo. Con un diestro manejo del collar de ahorque y el soborno de un hueso de cuero crudo, deposité a Sauron en el balcón y la hice pasar a mi pequeño universo.
Tomamos café, parados en la cocina, charlando trivialidades. Nos reímos un rato de los intentos fútiles de Jorge de levantarse a una damisela que a duras penas tendría la edad legal y comentamos sobre la urgencia de Nachito de salir del ropero.
Como a las seis -quizás fuera la hora, el cansancio o el efecto del Chivas de la fiesta- me dio por abrazarla. El calor de su cuerpo me hizo sentir bien. Seguro. En casa. Le acaricié el pelo. Le acaricié la espalda. Pasé mis manos por su cintura.
Y me di cuenta de que algo había cambiado. Su respiración tenía otro ritmo. Era mucho más audible. Era casi un gemido.
Me miré en sus profundísimos ojos color café y la besé. Primero con ternura. Después, con una pasión casi descontrolada.
- Me tengo que ir, pierdo el micro - me dijo.
- No te vayas - respondí.
- Tengo trabajo.
- Llamá mañana, decí que estás enferma.
- En serio, no puedo. Me quedaría para siempre, pero no puedo.
- Te llevo a Retiro - sonreí.
- Dale.
En el camino, nos besamos en cada semáforo. Nos acariciamos, nos reconocimos.
La dejé en la plataforma 58 después de un último abrazo y una promesa luminosa:
"Vengo a verte la semana que viene".