102 - La princesa en la torre del ogro

Tenía que remontar de alguna manera la situación, luego del papelonazo con Victoria, provocado por el perro. Por eso, la siguiente vez que me mandó un email avisando que venía a Buenos Aires, intimé a Jorge para que se llevara a Sauron a la casa del country, al menos por un día, para liberarme el bulo. Mi amigo se resistió ferozmente a ser la niñera de mi mascota. Tuve que recurrir a argumentos fuertes -incluyendo evocación de la amistad a través de los años, pase de factura sobre favores del pasado y chantaje sobre oscuros secretos de su vida- para convencerlo de que realmente necesitaba una noche libre de ex esposa, hijos y -sobre todo- perros salidos de una novela de Stephen King.

Todo resultó razonablemente según lo planeado hasta el cigarrillo post coito, cuando Victoria, espontáneamente, empezó a hablar, a contarme una historia melodramática y aburrida sobre "el negro", su primer novio.

Me relató con lujo de detalles su tórrido romance pueblerino, cuando ella era sólo una niñita de 14 y él, un muchachote de 18. De cómo ambas familias, muy tradicionales, optaron por jugar a Montescos y Capuletos, oponiéndose a la unión, lo cual no hizo más que avivar el fuego. Me esforzaba por no bostezar cuando me contó cómo la había desvirgado cerca de las vías del tren, la noche antes de viajar a Bahía Blanca, a cumplir con la colimba en Puerto Belgrano.

Dicen que, cuando uno desea algo con mucha intensidad, se cumple. A Victoria se le habían empezado a llenar los ojos de lágrimas, mientras me contaba su telenovela personal, cuando yo empecé a desear, con cada fibra de mi ser, que algo -el teléfono, el timbre, un trueno o la explosión de una central nuclear- la interrumpiera.

Tan fuerte fue mi deseo que, cuando el lagrimeo amenazaba con irrumpir en la conversación, sonó el timbre.

Virtualmente salté de la cama para atender al portero eléctrico. Al otro lado del chillido metálico del aparato, la voz de Valeria era inconfundible:

- ¡Se murió el tío Constantino! - gritaba desaforada, desde la vereda.
- ¿Y a mi qué mierda me importa, flaca?
- Que se murió, pelotudo... Mi tío favorito se murió.
- Valeria, no jodas, tenía 92 años, como que ya era hora. ¿Qué mierda querés?
- Que te quedes con los chicos, forro, que tengo que ir a velar a mi tío.
- Ni en pedo... Estoy ocupado, arreglate.
- Ah, no, viejito... A los pibes te los quedás igual.
- ¿Pero qué parte de "ni en pedo" no entendiste?
- Estoy abajo, con los chicos ¡Bajá a abrirles ya, hijo de puta!
- ¡NO! - le grité, y colgué el auricular del portero.

Por primera vez, le estaba ligeramente agradecido a mi ex. Al menos me había sacado del sopor insípido de Victoria y su primer gran amor, ese que la había marcado. Sólo un par de minutos más tarde, me disponía a volver a la cama y, quizás, intentar un segundo round, cuando el portero volvió a sonar.

- ¿Qué carajo querés ahora? - atendí a los gritos.
- Estamos acá abajo, pa - Martín sonaba ligeramente angustiado.
- ¿Y tu madre?
- Se fue.
- Ok, ahora bajo.