Fue la peor noche de sexo de mi vida. Victoria estaba en Buenos Aires, pero los fondos escaseaban -tanto los de ella como los míos- y no daba para pagar un hotel, por lo que se me ocurrió la ridícula idea de llevarla a mi departamento.
Entramos besándonos, chocando contra el marco de la puerta, contra una silla, contra casi todo lo que había en nuestro camino y, sin soltarnos, sin dejar de besarnos, sin parar de manosearnos salvajemente, sin siquiera encender la luz, nos dirigimos hacia la cama.
Cuando, de repente, en mitad de la oscuridad y la pasión, un ruido extraño nos detuvo en seco.
Desde arriba de la cama, los dientes de Sauron brillaban en la oscuridad. En la penumbra pude distinguir cómo Victoria se ponía pálida y le mentí: "quedate tranquila, que no pasa nada".
Solté a la dama y, en un movimiento veloz, tomé al perro por el collar de ahorque. Chilló un poco al sentir las púas en el cuello y me miró con unos ojos que sólo he visto en películas clase zeta. Pero no estaba dispuesto a negociar, y menos con el perro. Con la mano libre, abrí el ventanal que daba al pequeñísimo balcón y expulsé al rottweiler del lado de afuera, cerrando con un estruendo.
Llevábamos unos quince minutos en la cama, cuando Victoria interrumpió con un lastimero "así no se puede". Y tenía razón. Los aullidos y arañazos del can contra el vidrio, pugnando por entrar, hacían un ruido que atentaba severamente contra el clima.
En un acto de desesperación, tomé un pedazo de cuadril completamente congelado del freezer y lo arrojé a las fauces de mi demoníaca mascota, creyendo que eso lo iba a mantener entretenido por un buen rato. Unos quince minutos después, de la carne petrificada por el frío, sólo quedaba el recuerdo, y Sauron había vuelto a la carga contra la ventana.
"Dejá, nos vemos otro día", dijo Victoria, abrochándose el jean a las apuradas.
Y sin siquiera un beso de despedida, se perdió en la noche.