Suelo sentarme a escribir en un bar. Siempre el mismo. No uso un cuaderno de estudiante, como usaba Jean Paul Sartre, uso una MacBook. Pero mantengo esa ritualidad del que no tiene una oficina y puede instalarla, wi-fi mediante, en cualquier bolichito que le resulte más o menos placentero.
Le había sido fiel a mi barcito de Recoleta hasta que, hace unos días, fui al microcentro a cobrar una factura. En la recepción de mi cliente, una chica con el mejor culo del que la historia tenga registros entregaba el delivery del almuerzo de parte del staff.
"¿Tenés un volante?", le pregunté, tímido, simulando interés por la comida entregada a domicilio. Me dio una fotoduplicación pálida con los platos del día, la dirección y el teléfono del bar. Exactamente en la vereda opuesta a donde estábamos.
Al salir, crucé la calle. Me senté cerca de la ventana, pedí un tostado mixto y una Coca; y encendí la computadora.
Instantáneamente, había cambiado para siempre de bar.