Dios existe. La mayor prueba de esto es que, usualmente, los compromisos laborales suelen mantenerme alejado de los actos escolares. Sobre todo porque el colegio a donde van los chicos tiene la bendita costumbre de conmemorar sucesos históricos, por ejemplo, un martes a las dos de la tarde, un horario completamente inaccesible para cualquier miembro de la población económicamente activa.
Sin embargo, cuando a alguno de mis hijos le toca actuar, no sólo me pega el cholulismo de padre baboso y el morbo de ver a Tincho vestido de Cornelio Saavedra recitando a desgano un guión ridículo, sino que también me siento ligeramente culpable si no voy. Por eso, hago todos los malabares posibles, reprogramo reuniones y hasta he llegado a cancelar o demorar viajes con tal de asistir a estos eventos.
El único problema es que, usualmente, me tengo que topar con Valeria.
Para el acto del Día de la Raza, le tocó actuar a Carolina. La más morochita del clan, obviamente, es condenada a actuar de nativo, recibir a Cristobal Colón e intercambiar espejitos de colores, lo cual le cayó -de más está decir- como el reverendo ojete. Creo que si los aborígenes hubieran recibido a Colón con esa cara de culo, el tipo habría pegado la vuelta inmediatamente.
Para peor, Valeria estaba empecinada -supongo que por competir conmigo- en que su hija notara que su mamita estaba ahí, omnipresente. A medida que la absurda teatralizacón iba avanzando, mi exposa no paraba de moverse de modo de estar cada vez más cerca del precario proscenio, ametrallando a los pobres chicos con el flash de su cámara y saludándola permanentemente con una sonrisa idiota.
Tras el saludo final -una reverencia carente de coordinación por parte de la totalidad del elenco- los chicos salieron al encuentro de sus padres. Me encaminé entonces a saludar a mi hija, a darle una palmadita de hipocresía en la espalda, jurándole que había estado espectacular y que me había encantado.
Pero, entonces, la madre me vio. Y decidió que ella, la fan número uno, tenía que saludar a Carolina primero. Entonces corrió. Torpemente. Desesperadamente. Tambaleando sobre sus tacos, corrió hacia su hija con los brazos abiertos, en un gesto de abrazo más aterrador que cariñoso.
Logró su cometido: abrazó a mi hija antes que yo. En el camino, en su alocada carrera, atropelló a una mamá embarazada, pateó una monja y -básicamente- le pasó por encima a toda la Salita Rosa del kinder, que estaban ahí, tan felices, sentados en el piso, mirando el acto.
Tratando de evitar una masacre, me quedé unos pasos más atrás. Cuando finalmente la pobre chica logró soltarse del abrazo feroz de su madre, me miró con cara de cachorrito lastimado y, gambeteando habilmente a su progenitora, se acercó a saludarme.
Le apunté con la cámara de fotos y automáticamente se tapó la cara, como si se tratara de un encuentro desafortunado entre una diva en offside y un paparazzi.
- No me saques, papá, estoy horrible - protestó
- La verdad, hija... ¡Tenés razón!
Por primera vez en muchísimo tiempo vi una sonrisa espontánea en la cara de mi hija, la del medio, la conflictiva, la difícil, la del absurdo disfraz de Pocahontas suburbana y vincha con plumas recién sacadas de un plumero viejo.
"Vení", le dije, "sacate ese plumero espantoso de la cabeza y vamos a tomar un helado".
Afuera, el sol de octubre le iluminaba la mirada. O quizás sólo fuera la sonrisa.