Uno de mis más grandes errores fue que, al casarme, migré de la casa de mis viejos, directamente al hogar conyugal, sin nunca haber vivido solo. Es decir, pasé de tener una madre a vivir con una mujer que -indefectiblemente y muy probablemente por el hecho de que soy muy infantil- me trataba como si fuera mi madre.
Poco antes de casarme, solía idealizar la vida matrimonial. Para mi, era un sueño de libertad, era desprenderme de la opresión materna para poder hacer lo que se me cantara la reverenda gana, incluyendo mirar tele hasta horas insensatas, tirarme pedos, comer chatarra, dejar la toalla mojada sobre la cama... ¡Y que encima alguien cocinara para mi!
En el primer año de casado, sin embargo, noté cómo a Valeria le molestaba, entre tantas otras cosas, que yo pasara más de una hora delante del televisor. Ni hablar de su reacción si, por ejemplo, me enganchaba un sábado a la tarde con una maratón de alguna serie vieja. Las protestas escalaban de un mero reproche a un escándalo de proporciones maurovialescas.
Y no fue solo la tele. Fue todo. Antes tenía que pedir el consentimiento de mis progenitores para traer amigos a comer a casa. Después de casado, necesitaba la aprobación de mi mujercita para emprender tamaño disparate. Ni hablemos de volver tarde, pasearse por la casa en ropa interior o tomar del pico de la botella.
Todo lo que había estado prohibido con mi madre, seguía prohibido con mi esposa y al diablo con mi sueño de libertad.
En una época, Universal Channel solía pasar "Star Trek" todos los sábados por la tarde, un capítulo de cada una de las cuatro series que la franquicia tenía hasta el momento, correlativamente ordenados de una semana a otra. Durante un tiempo considerable, fue un ritual profano verme las aventuras de James Kirk, Jean Luc Picard, Benjamin Sisko y Katherine Janeway (en ese orden y cuando aún no existía Jon Archer) durante cuatro horas consecutivas, todos los sábados por la tarde.
Uno de los tantos terapeutas que intentó ponerme los patitos en línea -sin ningún éxito, por supuesto- identificó mi adicción a esta serie como un síntoma depresivo: según el especialista, yo no estaba conforme con mi matrimonio y, por ende, me "escapaba hacia una realidad más confortable".
Pero la verdad es que, en esas tardes de sábado, yo era inmensamente feliz, aún con Valeria ladrándome al oído.
Por eso, cuando me separé, me evité el mal trago de volver vencido a la casita de mis viejos y, con mucho esfuerzo, logré alquilar la caverna infesta en la que habito.
Una de las paredes está decorada con un poster enorme del USS Enterprise.