A Martín siempre le hinchó las pelotas comprarse ropa. Lo que se hereda no se roba y este desprecio profundo por perder el tiempo probándose pilcha lo hace digna sangre de mi sangre. Por eso, cuando me pidió plata para renovar su vestuario, no pude menos que sentir un frío por la espalda, premonitorio de que nada bueno podría resultar de tamaña empresa.
Le di 300 mangos en efectivo con la secreta esperanza de que no le alcanzara para demasiado y me senté a esperar los resultados.
El inventario de sus bolsas de shopping resultó escalofriante:
- Zapatillas estilo All Stars pero truchas, altas, negras ("y, sí... con la plata que le di, no le alcanzaba para unas buenas", me sentí ligeramente culpable, en mi fuero íntimo).
- Jeans negros ("esto no le entra ni con un calzador", pensé con los pantalones en la mano)
- Cinturón de cuero con tachas y una tremenda hebilla redonda, con una "X" en el medio, que me recordó al logo de los X-Men (nota mental: "este boludo tiene una fiesta de disfraces, se va a vestir de Cyclops y yo no me enteré")
- Musculosa -obviamente, también negra- con un "costillar" pintado en blanco, como si su torso fuera un esqueleto (lo cual despedazaba mi teoría del disfraz de X-Men)
- Un montón de pulseras de colores, un tacho de gel para el pelo y unos lentes (debe haberlos conseguido en una feria americana) estilo Buddy Holly.
Con todo desparramado sobre la cama, me lo imaginé a Martín, Martincito, Tincho, mi nene, con todo eso puesto.
Y, por un momento, cuando finalmente comprendí lo que tenía ante mis ojos, sentí que hubiera preferido que me dijera que se había enrolado en la legión extranjera o que se quería hacer cura.