053 - Talle (parte) dos

Pasaron tres o cuatro días hasta que Valeria volvió a dirigirme la palabra, después del incidente del sueter XXXXXL de su cumpleaños y me abstuve de comparle ropa hasta que llegó la Navidad, una ocasión que se presentaba perfecta para enmendar mi error.

Por un momento, pensé en comparle un nuevo sueter, con miras a atinarle esta vez con el talle. Pero temí que lo rechazara porque no lo podría usar hasta que llegara -como mínimo- el otoño. Además, la ropa de abrigo está de liquidación durante el verano y la sola idea de tener que soportar una una acusación de pijotería me aterraba más que el anuncio de un paquete de medidas económicas.

Entonces, me incliné por la ropa de verano y le compré una remera. Pero no cualquier remera, sino LA remera. Esa, la del exclusivísimo diseñador que a ella tanto le gustaba. Esa cuyo precio hubiera alimentado una familia indigente por varios días o me hubiera alcanzado a mi para comparme un traje medio berreta. Sí, esa. Y, bueno, tenía que arreglar el moco que me había mandado.

Ya sólo con ver la bolsa, la marca, se le iluminaron los ojos. Corrió al dormitorio con el regalo recién abierto, entusiasmada como una nena con un juguete nuevo, a probársela.

Desde el comedor pude escuchar su grito. Un alarido digno de Grace Kelly en cualquier película de Hitchcok. Un sapucai suburbano cargado de dolor, bronca, miseria y resentimiento. Un llanto como no he visto ni en documentales sobre el bombardeo de Nagasaki.

Entonces me asomé lentamente y la vi. Tengo que admitirlo: parecía vestida con un profiláctico Prime Snugger Fit, parecía recién sacada de un wet t-shirt contest. Con total franqueza, creo que ni a Carolina le hubiera quedado holgada esa remera.

Me miró con el odio con el que miraría al asesino serial que se cargó a mi abuelita tras una intensa noche de sexo salvaje. Me miró con el desprecio con el que los porteños miramos a los futbolistas cuando vuelven sin la copa. Me miró con la cara de asco y horror con la que suele mirarme mi jefe cuando algo no está bien hecho.

"¿Te das cuenta?", me gritó, "¡No me entra! ¡No me entra! Al final, tenías razón en llamarme VACA el día de mi cumpleaños, porque estoy hecha una cerda y no me entra nadaaaaaaa".

Ahogándose en su propio llanto arrojó sus escasísimos 55 kilos sobre la cama y se tapó la cabeza con la almohada.

Para el siguiente día de la madre, le compré un CD de Alejandro Sanz.

Comprarlo me dio mucha vergüenza.