De ninguna manera iba a permitir que me tratara de concheto. Así que mi primera salida con Vanessa fue a un puestito de choripanes de la costanera. Elegí uno, cerca del golf, que tiene unos taburetes, como para al menos poder sentarse y ordené un chori y una cocucha. Ella miró al parrillero y, en un tono distendido, cercano al que usaría un camionero o un chofer de larga distancia, preguntó: "¿Tiene bondiolita, maessstro?".
Pese a que era primavera, estaba fresco, aunque cerca de la parrilla no se estaba tan mal. Masticábamos nuestros sandwiches tercermundistas y charlábamos de cosas de la vida -básicamente, nos contábamos nuestras respectivas historias- cuando un sonido la interrumpió algo violentamente:
- Oiga, jefe - le gritó al encargado del puesto, con ese tono de obrero de la construcción que yo aún no acababa de digerir - ¿Tiene puesta la radio?
- Sí, piba... Juega boquita.
- Uy, subalé, subalé - rogó mi cita, acentuando la "e".
Por mucho que lo intenté, la conversación durante el resto de la cena discurrió exclusivamente sobre temas relacionados a los 36 gajos y la campaña del club azulyoro.
Hasta que, en un momento, atragantado en este mar de chimichurri y grasa, proclamé: "¿Y qué te parece si vamos a un lugar más civilizado"?