Me faltan 100 mangos. Los busco por todas partes, pero no los encuentro. Y eso que estaba seguro de haberlos dejado bajo un cenicero, sobre la mesa de la cocina, apartados para pagar el cable. Pero no los puedo encontrar. Empiezo a dudar de mi mismo, de si realmente los habré dejado allí. Me angustia un poco la pérdida -y me embronca mi propio desorden- porque, a decir verdad, la guita no me sobra.
Vuelvo del trabajo y descubro que el perro ha decidido utilizar el piso de mi departamento como sanitario, dejándome un regalito del tamaño de una Coca Cola de 600 ml. Busco una bolsa y la pala de la basura. Cuando levanto el tereso de piso, noto un color violeta.
Los ojos de Julio Argentino Roca me miran desde el pedazo de bosta canina.
Se me caen las lágrimas de la impotencia, mientras trato de elucubrar la mejor manera de asesinar al saco de pulgas.
En lo posible, de una forma lenta y dolorosa.