"Natu está ocupada, no quiere hablar con vos", dijo Valeria. Al otro lado del teléfono, me quedé mudo del asombro por varios segundos. ¿En qué puede estar tan ocupada una nena de dos años y medio?
Desde que me separé, no ha habido un solo día en que no hablara con mis hijos. Siempre por la tarde, siempre con los tres, siempre de mayor a menor. Con el tiempo, la pubertad y el advenimiento dr la telefonía celular, Martín acabó por conminarme a los mensajes de texto. En el fondo, lo entiendo: que un viejo anacrónico que aún te llama por el pseudónimo de "oso" te estalle en el teléfono todos los días para inquirir sobre desempeño escolar y tratando de averiguar si ya debutaste, debe ser un magistral rompedero de pelotas.
Carolina, en cambio, mantuvo siempre una coherencia: cada vez que hablamos me putea por algo distinto.
Pero lo que siempre fue un placer indiscutible, las charlas con Naty. Sí, ya se que no es mucho lo que se puede hablar con un chico de esa edad. Pero eso es, justamente, lo más delicioso. Es esa comunicación en estado embrionario, que pasa más por lo emotivo que por el lenguaje. Esa satisfaccióh primitiva de sentirse cerca del otro, aunque no se entiendan del todo bien lo que se hablan.
Hablar con los chicos -y, en especial, con Natalia- era un código común desarrollado con mis hijos.
Hasta que, un día, la madre dijo que la nena estaba demasiado ocupada como para atender a su papá.
Y al grandote boludo se le cayeron las lágrimas.