Rogar como un mendigo para conseguir mi primer encuentro sexual con Verónica, evidentemente, no había sido suficiente. Porque, para el segundo, tuve que remar como un maldito campeón olímpico, punto en el cual comencé a perder un poco la paciencia y a ejercer una presión rayana con la indecencia.
Disfruto mucho de una buena conversación. Inclusive, a mi edad y en mi cuestionable estado civil, estoy dispuesto a sacrificar hasta dos talles de corpiño a cambio de que mi compañera de turno tenga las suficientes neuronas como para mantener una conversación mínimamente placentera. Seguramente sea una señal del apocalipsis -o de que estoy envejeciendo- pero puedo perdonar un poco de celulitis o un culo medio caído si, a cambio, la mina me calienta, me provoca a nivel intelectual. "Puedo perdonar un aliento fétido, pero no que no sepa volar", decía, más o menos, Oliverio Girondo.
Esto llevó a que, de movida, me entusiasmara tantísimo con Verónica. Porque, con ella, todo era materia de debate. Porquer cualquier detonante era bueno para las disquisiciones filosóficas más absurdas. Porque las charlas fluían con naturalidad y profundidad.
Pero, confieso, la testosterona manda. Y los hombres siempre queremos pasar de las palabras a los hechos. Sin embargo, con esta chica, lograr cada uno de nuestros escasísimos encuentros era una odisea casi preadolescente.
- Hagamos cosas normales - me dijo un día.
- ¿Cosas normales? - pregunté desconcertado.
- Sí, normales: salir a comer, salir a caminar, ir al cine...
- Aja - me quedé meditabundo.
- ¿En qué pensas? - inquirió
- Pienso en que coger es de lo más normal, además de ser de lo más lindo.
- Sos un animal.
- ¿Por qué? ¿Porque quiero remojar la vainilla de vez en cuando?
- ¡Ay, qué cerdo! - se escandalizó.
- Disculpame... Soy un bruto, tenés razón... Lo que pasa es que yo creía que vos eras especial.
- ¿Creías?
- Si, pero ahora me doy cuenta que sos especial. Estás especialmente chiflada. Hacenos a ambos un favor y conseguite un psiquiatra.
Desde el ascensor, mientras bajaba, la escuché putearme entre lágrimas.