Lo primero que hizo fue vomitarme los pantalones. Y, sí. Estas cosas me pasan por jugar al buen samaritano. Es que no lo pude evitar: la vi tan frágil, tan joven, tan bonita, tan borracha, sentada en el cordón de la vereda, a las tres de la matina, en la puerta de La Diosa, que no pude resistirme a sentarme al lado y preguntarle, en mi tono más paternal, si se sentía bien.
La prueba de que no se sentía nada bien la tuve unos pocos segundos después, cuando una substancia anaranjada brotó violentamente de sus dulces labios para dar de lleno sobre mi falda, salpicándome ligeramente la camisa e inclusive un poco la cara. Con toda la delicadeza de la que fui capaz, traté de alejarla de mi, pero sólo logré que se cayera en sentido contrario, desmayándose sobre la vereda.
Saqué el celular, dispuesto a llamar al 911 y pedir ayuda para esa pobre chica. Pero, al pensarlo mejor, se me ocurrió que la chiquilla probablemente tuviera padre y hasta un novio, que se avergonzarían en extremo de tener que retirarla de la guardia de un hospital o de una comisaría en ese estado. Por lo que, jugando una vez más al superhéroe, hice una de tantas cosas que jamás debería haber hecho: la levanté entre mis brazos y la tiré en el asiento trasero del auto.
Vero lucía bien, pero olía terrible. Como a las dos horas de llegar a casa y de haberla desparramado sobre la cama, despertó algo confundida. Intenté explicarle dónde estaba y cómo había llegado hasta ahí. Traté inclusive de presentarme cortesmente y todo. Pero era demasiado obvio que su estado de intoxicación etílica no le permitía entender del todo qué estaba pasando. La acompañé hasta el baño, donde se abrazó al inodoro y vomitó un rato más. La ayudé a volver a la cama. Creo que balbuceó algo así como un "gracias" y se durmió profundamente, acurrucada en posición fetal.