Sé que estás ahí, sé que estás leyendo. Me he pasado los últimos dos días enviándote emails y mensajes de texto. Te dejé una veintena de mensajes en el contestador de ese teléfono que ya no antendés cuando ves que soy yo.
Desde que te conocí, hemos vivido. Las buenas y las malas. Redescubrimos la pasión, sanamos heridas viejas, fuimos un equipo maravilloso. Superamos juntos y abrazados la angustia de la distancia, del desempleo, de los pequeños y grandes sabotajes de mi familia. Fueron más espinas que rosas, lo sé. Pero te amé desde el primer abrazo y me has hecho tanta falta que no puedo poner en palabras este vacío que dejaste.
No tengo soluciones. Sólo tengo más problemas. No puedo jurarte que todo va a estar bien, ni que vas a conseguir trabajo, ni que vas a adaptarte a esta ciudad, ni que te vas a llevar bien con Carolina, ni que Valeria vaya a deponer algún día su postura hostil de hacerme la vida miserable.
Cuando todo esto empezó, te dije que iba a ser una montaña rusa, que nos esperaba un viaje de mierda. Pero, desde el primer día, tuve la certeza de que, si nos aferrábamos con uñas y dientes a este amor, podríamos solucionar lo solucionable y sobrellevar todo el resto.
Ahora, que te fuiste, sigo teniendo exactamente las mismas certezas. Sigo creyendo en este nosotros que construimos con tanto esfuerzo. Sigo sintiendo que sos el gran amor de mi vida y que, juntos, PODEMOS.
No tengo todas las respuestas, no tengo un gran plan maestro. Pero lo que sí tengo para vos es una pregunta:
¿TE CASARÍAS CONMIGO?