Fui un chico precoz. Tuve mi primera novia formal en salita celeste, a los cinco años. Se llamaba Miriam y tenía rulitos. Era linda, aunque un poco tonta, y yo -con tan sólo un lustro de edad- ya tenía planes serios al respecto. Inclusive, había llegado a discutir con mi abuela la posibilidad de mudarnos a su cuarto de huéspedes cuando nos casáramos, a más tardar en cuanto nos graduáramos del kinder.
Pero no hubo boda después de la graduación. Un compromiso mucho más grande, la escuela primaria, nos esperaba. Ella decidió concentrarse en su carrera y destrozó mi corazón el primer día de clases de primer grado, cuando me dijo que quería cortar conmigo.
Para cuando llegamos a la escuela secundaria, Miriam se había convertido en una escultura viviente, llena de curvas y de pretendientes, en su gran mayoría mucho más agraciados que yo. Nunca más volvió a darme bola y, debo admitirlo, me dejó un poco resentido.
Cuando cumplimos los diez años de egresados, el viejo Quesada, el que solía ser nuestro profesor de educación física, ya entrado en canas y feliz portador de tremenda barriga llena de cerveza, nos organizó una cena de reencuentro.
No me entusiasmaba sobremanera volver a encontrarme con ciertos personajes macabros de mi adolescencia, pero sí me interesaba ver a Miriam, alimentado por una curiosidad morbosa, plagada de resentimiento. En mi fantasía, Miriam aparecía avejentada, gorda, devastada, llena de hijos, con un par de malos divorcios a cuestas y un puesto de cajera en un supermercado que resultaría el hazmereír de las conchetitas del grupo.
Como era de esperarse, la muy perra estaba hecha una diosa absoluta. No había envejecido ni un minuto y, a juzgar por la ropa, los accesorios, el celular y el auto, estaba forrada en billetes de todos los colores.
Nada había cambiado. Incluyendo su política de no volver a darme bola.