Guillermo finalmente confesó. Le gusta Marina y quiere que le "arregle" una cita. No es fácil hacer de Celestina, menos a esta edad, menos con gente que ha pasado tanto tiempo en el fondo de la cueva, lamiéndose las heridas. Sin embargo, cuando Guille anunció, a mitad de una mesa de poker, su interés por la ex amiga de mi ex, celebramos el evento con la misma algarabía que si la Selección hubiera ganado el mundial.
A Brasil.
Después de dos rondas de cerveza, con brindis incluído y deseos estrambóticos, después de una mano de poker abierto para conmemorar el magno evento de que Guillermo hubiera decidido volver a vivir de una puta vez, discutimos ampliamente cuáles serían las mejores estrategias para unir a estos dos personajes.
No hay cosa más incómoda -sobre todo, llegada cierta edad- que las "presentaciones", el armarle a alguien una cita. Los dos se sienten bajo la inmensa presión social de que el entorno los considera aptos para aparearse, en la obligación de que "deben gustarse", tan sólo porque Esteban, Nacho, Pablo y Jorge así lo dictaminaron. En el otro extremo, siempre está la posibilidad de "provocar el encuentro" y que parezca un "accidente", invitarlos a ambos al mismo evento, forzarlos a compartir un espacio, sin que sea tan brutalmente obvio que todo fue orquestado para que se evalúen mutuamente, con miras a un buen revolcón. A la larga, organizar este tipo de encuentros casuales requiere de todo un planteo logístico que resulta un incordio.
Después de debatir largamente sobre posibilidades y opciones, opté, por mi propia cuenta y sin siquiera pedir la aprobación de la asamblea, por un método riesgoso, pero terminante.
Celular en mano, le mandé un mensaje de texto a Marina:
"Mi amigo Guille dice que estás buena ¿Le puedo dar tu teléfono?"
Evidentemente, se tomó un minuto para pensarlo, porque fue más o menos eso, unos sesenta segundos, lo que tardó en contestar: "sí, dale".