208 - Lejos, en Berlín

Tengo una vieja amiga que se enamoró, hace muchos años, de un alemán. Pero no de un inmigrante, sino de un alemán de allá, de la tierra del chucrut y la cerveza, de un ciudadano y residente permanente de la ciudad de Berlín.

En esos tiempos no había telefonía celular, ni emails, ni webcams, ni Facebook. Las cartas certificadas tardaban una semana y las llamadas internacionales -además de que valían un ojo, un brazo, una pierna y un huevo- había que pedirlas a la operadora discando triple cero y esperar a que la buena fortuna de las comunicaciones analógicas bendijera con una conexión llena de ruidos, frituras y ecos, que sonaba como si el otro tuviera la cabeza dentro del inodoro y algún maniático tirara de la cadena cada medio minuto.

Así y todo, prehistóricos en materia de tecnología pero muy enamorados, Karina y Boris mantuvieron un año de romance epistolar. Durante esos casi cuatrocientos días, ella se dedicó a trabajar absolutamente de cualquier cosa -recuerdo claramente, inclusive, varios "disfraces" de promotora- para comprar un pasaje de ida en Lufthansa. Él, mientras tanto, de su lado del océano, sacaba Marcos de abajo de las piedras (sí, porque no existían ni los Euros, en esa época) para alquilar, amoblar y equipar un departamento poco más grande que un closet en el cincuenta y pico de la calle Cauestrasse.

Hasta que una tarde de septiembre, con lágrimas en los ojos, lágrimas de emoción por ir al encuentro de su gran amor, y lágrimas de tristeza por dejar la patria, la abracé por última vez en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza.

Mili y yo tuvimos muchísima menos paciencia.

Es que vivimos en otra época, de otra manera. Con Mili venimos de meses de vernos las caras todos los días, en un cuadrito en el monitor de la computadora. Somos claros exponentes de un tiempo en el cual uno puede intercambiar dos docenas de mensajes de texto al día por costos prácticamente irrisorios. Nos criamos sabiendo que el correo electrónico mataba a la carta convencional.

Pero, además, teníamos una gran ventaja: nos separaban sólo 400 kilómetros, no 16.000.

Así fue que una noche, chateando con Mili, le hice un planteo que, de tan absolutamente lógico, era absurdo:

- Mirá... estás sin laburo, en una ciudad que, fuera de temporada, se muere, y tenés menos chances aún de conseguir algo. Encima, nos vemos con suerte cada quince días y, no sé vos, pero yo te extraño - le dije.
- Yo también te extraño - me contestó - ¿Pero qué querés que haga?
- Mudate.
- ¿Cómo? - la agarré con la guardia baja.
- Que te mudes. Acá, a Buenos Aires, conmigo.
- ¿No te parece un poco apresurado?
- No, no me parece apresurado - me arriesgué - Me parece un completo disparate. Pero también me parece de lo más lógico. Entre estar desempleada y lejos, mejor desempleada y cerca. Además, acá hay más posibilidades de conseguir laburo y, de paso, puedo abrazarte todos los días.

Al otro lado del monitor se puso muy colorada y la mirada se le volvió vidriosa. Me miró un minuto en silencio, mientras trataba de entender la magnitud de lo que acabábamos de discutir.

Y, después de eso, tomó una decisión tan tierna como dificil: Hizo una valija y sacó un pasaje de ida a Buenos Aires.