198 - Tres son multitud

Con los años he notado que, por razones antropológicas completamente fuera de mi alcance, la gente tiende a juntarse guiada por parámetros un tanto insólitos. Hombres que, de otro modo, por ejemplo, no tendrían absolutamente nada en común, se autoconvocan cada domingo -como si de una misa se tratara- para adorar al dios de los treinta y seis gajos. Mujeres que sólo tienen en común, por ejemplo, el hecho de trabajar juntas, vivir en el mismo barrio o haber compartido un curso de porcelana en frío, se reúnen a tomar el té, unidas por un lazo tan endeble como caprichoso.

Sucede lo mismo con las parejas. Cuando dos personas se entregan a los sagrados lazos del matrimonio, guiados por una especie de instinto que les indica que eso es lo correcto y a la vez lo más natural del mundo, empiezan a juntarse únicamente con otras parejas.

Esto provoca dos efectos catastróficos. Por un lado, el presupuesto del asadito con amigos se va al carajo, porque ahora, que todos son casados, hay que multiplicar por dos, cuando no por tres, con el advenimiento de los cachorros. Y, por otro lado, provoca la segregación de los solitarios.

Esta situación -la de ser el que está solo entre tantos que están acompañados- genera equívocos permanentes y multiplicidad de situaciones francamente incómodas.

Quiero suponer que gran parte del asedio, de la presión que los casados generan sobre los solitarios -sean estos solteros o divorciados- se debe al hecho de que el matrimonio, al menos en sus primeros años, es como el yoga.

A todos nos ha sucedido alguna vez: un pariente, amigo, vecino o compañero de trabajo empieza a practicar yoga. De repente, este ser, tan mediocre y sedentario como cualquiera de nosotros, empieza a sentirse bien. Realmente bien. Como nunca se había sentido en la vida. Y tan bien está haciendo el Saludo al Sol sobre el parquet mugriento de un gimnasio del microcentro, que simplemente no puede resistirse a salir y evangelizar. Porque, desde que practica hata-yoga tradicional con un tipo que se hace poner la palabra "gurú" delante del nombre se siente tan pleno, que no puede aguantarse las ganas de compartirlo con el universo. De hecho, en el pico tóxico de su flamante pasión, en su momento de mayor embelesamiento, pasa directamente a no poder entender cómo el resto del mundo puede vivir sin hacer ejercicios de respiración sentados en posición de loto.

Pues con la gente casada pasa exactamente lo mismo.

Sobre todo con los matrimonios más o menos recientes. Lisa y llanamente no conciben que un ser humano -por opción o por circunstancias de la vida- pueda vivir sin pareja. Esto último tiene sólo dos consecuencias posibles: o bien la exclusión absoluta de la manada del que es distinto o, lo que es muchísimo peor, la inclusión forzosa.

Muchas mujeres creen -y lo digo porque las he escuchado decirlo- que un solterón (o solterona) infiltrado entre sus amistades es un factor de riesgo. Porque, si llegó soltero a los treinta, algo malo debe tener ¿No? Pero si el solterón es problemático, el divorciado es directamente la encarnación de Satanás. Es "ese tipo", como suelen apodarlo, que resulta un mal ejemplo social y que, seguramente, con su filosofía libertina y su estilo de vida descontrolado, se dedicará intempestivamente a "meterle ideas raras en la cabeza" a su santo maridito, que acabará por abandonarla por una oxigenada de pechos siliconados.

Pero, así y todo, ser discriminado por ser soltero -o "new bachelor", como me gusta decir, para darle un toque glamoroso a mi divorcio- es el problema menor.

El problema grave es NO ser discriminado, ser incluido a la fuerza.

Ser el que está disponible en una salida de parejas tiene varias consecuencias nefastas posibles. Para empezar, se siente muy incómodo ese momento de la noche en que todos se ponen románticos -como si de un complot se tratase, porque lo hacen todos al mismo tiempo- y empiezan los arrumacos. La última vez que me sucedió, lo único que había a lo que podía abrazarme era una botella de tequila a medio tomar. Como no quería ser menos que los demás, cuando todos empezaron a los besos, yo también. Del pico de la botella. No recuerdo quién tuvo el buen gusto de llevarme a casa.

Me ha sucedido mil veces, en este tipo de situaciones sociales, que las mujeres casadas, en general, mostraran una actitud piadosa y solidaria; una actitud de palmadita en la espalda, como si la soltería fuera una enfermedad de la que necesito curarme. En general, la charla complaciente de estas damas -que siempre acaban prometiendo presentarnos a una prima soltera o recién separada- puede ser compensada con una buena dosis de cinismo atorrante y humor negro que, si bien no siempre neutraliza a la que viene a querer "consolarnos", al menos convierte sus monólogos de telenovela venezolana en algo razonablemente divertido.

Lo malo, lo serio, lo realmente grave, es cuando traen a la prima, amiga o compañera de laburo disponible para que te conozca, poniendo a ambas partes en el compromiso de confraternizar.

Dos veces me sucedió esto de que me organizaran una cita a mis espaldas. Una de las muchachas estaba realmente muy buena. Pero con ninguna de las dos surgió nada ni remotamente parecido a onda y ambos nos sentimos extremadamente incómodos con la idea de la charla forzada.

Creo que, en el fondo, todos estos vicios que las parejas tienen con respecto a los solteros -a estrenar o de segunda mano- son los responsables de que, a la larga, me termine juntando siempre con mis amigotes, los decadentes, los solitarios.

Porque, en ese círculo, nadie sobra ni nadie fuerza a otro a tomar una postura determinada.

Pero, ante todo, porque -como decía al principio- la gente tiende a reunirse de manera algo caprichosa con otros de su propia especie.