Lo primero que noté cuando me separé de Valeria fue que, en muchas ocasiones, me sobraba el tiempo. De movida, me sentí como un nene con chiche nuevo. Volví a tomar clases de karate. Abrí un blog. Empecé a componer música de nuevo. Salí unas cuantas veces con amigos que hacía mucho que no veía. Hice terapia. Retomé proyectos largamente abandonados.
Me dediqué sanamente al esparcimiento, a las actividades recreativas, a cosas que me alimentaran el alma.
Resultado: me terminé estresando. Acabé por involucrarme en tal cantidad de cosas, con tal de relajarme, que no tenía tiempo, justamente, para relajarme.
Porque a veces, relajarse estresa. Nos proponemos bajar un cambio y manejamos cuatro o cinco horas hasta un balneario plagado de gente tan chiflada como nosotros. Nos metemos en un shopping de precios exhorbitantes y luces que parecen el puente del USS Enterprise. ¡No nos atrevemos a apagar el celular! Así terminamos el fin de semana -o las vacaciones, o cualquier rato libre- más cansados de lo que las empezamos.
¡Y es tan lindo -y tan necesario- el tiempo para uno mismo! Lástima que seamos tan paparulos a la hora de buscarlo.
Bueno... ahora los dejo, porque acabo de volver de la reunión semanal del club de fans de "La Isla de los Wittis", ya estoy llegando tarde a mi clase de tejido punto crochet; y voy a tener que correr si quiero estar a tiempo para mi turno con el acupunturista.