Mi primera novia se llamaba Mariela. Era rubia, tenía los ojitos claros y lindas tetas. Yo tenía 17 años y ella 19. Y me volvía completamente loco. Un verano se fue de vacaciones a Minas Gerais y no volvió nunca más. Su hermana Lucía llegó a confesarme que un tal Adilson -un brasilero pijudo- y cantidades industriales de marihuana habían tenido bastante que ver con la decisión.
Pasé un tiempo prolongado con el corazón hecho un trapo viejo, reticente a involucrarme en relaciones estables. Hasta que un día conocí a Marisa. Creo que la mejor forma de definirla es que era una mina buena. De sentimientos nobles, sin maldad, sin psicopatologías claramente identificables. Marisa venía de una familia italiana donde papá era un empleado con treinta años de carrera en la misma empresa y mamá era una de esas gordas a las que las tetas se le juntan con la panza formando un único bloque, que había pasado las últimas tres décadas fregando los pisos, amasando la pasta del domingo, criando hijos y lavando los calzones de su maridito.
El gran problema con Marisa era que su máxima aspiración en la vida era ser como su mamá. Yo, en cambio, estaba terminando la carrera, trabajaba en la redacción de un prominente semanario de actualidad y soñaba con ser escritor.
En situación social, Marisa se quedaba afuera de la mitad de las conversaciones. No podía seguirme el ritmo y siempre sospeché que, muchas veces, no terminaba de entender del todo ese torbellino que giraba en torno a mi vida.
Entonces conocí a Valeria, la antítesis de Marisa. Una mina con personalidad, con carácter, que no dudaba en discutir cualquier tema con sagacidad y una capacidad admirable para la ironía.
Valeria era un desafío, era adrenalina pura, era un poco de acción en medio de tanta monotonía. Y dejé a la apacible Marisa para irme con Valeria.
A lo largo del tiempo, Valeria me hizo sufrir mucho. Inclusive desde los primeros tiempos de noviazgo. Pero, con los antecedentes que tenía, empecé a creer que seguramente sería yo. Que no valía lo suficiente. Que no me merecía algo mejor. Con la autoestima por el suelo, acabé aceptando la triste irrealidad de que, si no me quedaba con Valeria, seguramente terminaría con el alma despedazada por otra Mariela o enredado en los lazos del sagrado matrimonio con una mina insulsa pero buena como Marisa.
Y me casé con Valeria.