Jorge siempre hace cosas locas para su cumpleaños. Organiza fiestas temáticas, contrata catering de comida étnica, alquila lugares inusuales o consigue que una modelo salga de adentro del pastel. Es original, excéntrico y divertido, lo que convierte a su festejo en uno de los eventos del año, que todos esperamos preguntándonos qué tendrá entre manos.
Cuando cumplió 30, por ejemplo, hizo una fiesta mexicana, con mariachis, sobredosis de tequila y una cantidad de salsa tabasco de la que aún estoy intestinalmente arrepentido. Dos años después alquiló un salón de fiestas infantil y puso animadoras en ropa interior (y, aunque no le creemos mucho, Pablo aún habla del polvo que se echó con una de ellas adentro del pelotero, cumpliendo una antigua fantasía). Trescientos sesenta y cinco días más tarde alquiló el natatorio de un club, llenó la pileta de globos, instaló una barra, puso música setentosa y se despachó con un pool-party.
Pero lo de este año, definitivamente, no me lo esperaba.
Jorge alquiló un barco. Pero no un yate o uno de esos catamaranes que ofician de mal restaurant. Nos citó a todos, sin dar mayores explicaciones, en la Prefectura de Escobar, donde un remolcador de salvamento nos esperaba para remontar el Paraná, aguas arriba. "Esta fiesta termina mañana en Rosario", anunció rimbombante, y salimos a navegar.
La embarcación tenía un comedor razonablemente amplio, donde se había instalado un buffet más que bien surtido y, sobre cubierta, el DJ y la barra hacían el resto del trabajo. Llevaba ya un par de cervezas -quien dice un par dice media docena, seamos honestos- cuando la vi.
Enfundada en un vestido negro con lentejuelas, probablemente producto de la American Express Platynum de mi amigo, y con un peinado alto estilo Marge Simpson, ahí estaba ella, apostada sobre la banda de estribor, mirando las estrellas.
- ¿Se puede saber qué mierda hacés acá? - pregunté, tratando de imitar la mirada de Sauron.
- Eh...mmmme me me invitó Jorge - tartamudeó Rosa.
- Mirá, querida, si no fuera porque estamos en el medio del río, te sacaba de acá a patadas en el orto, por traicionera - respondí, intercalando dos hipos y un eructo en la frase.
- Ay, Señor Esteban, no se enoje conmigo.
- Si no querés que me enoje con vos, dejá en paz a mi amigo.
- Georgie es lo suficientemente grande como para juntarse con quien quiera - nunca supe de dónde había sacado el coraje para darme esa respuesta.
- Está bien, tenés razón - tomé impulso para darle la estocada final - Pero... ¿Sabés una cosa? Yo también me junto con quien me da la gana. Y, justamente, tengo un amigo en la Dirección Nacional de Migraciones al que le va a encantar ponerse al tanto de tu situación documental.
- Ay, no, Señor Esteban, que no puedo volver a Asunción - vi lágrimas y me sentí un tremendo hijo de puta, pero ya estaba jugado.
- Entonces borrate - respondí.
- Sí, Señor...
Nunca había visto a nadie -ni a Valeria- mirarme con tanto odio.