Que Vanina me llamara "cursi" a cada minuto no era un problema serio. De hecho, en tren de evitarme cursilerías -y sus respectivos reproches- comencé a ahorrar un dinero considerable al prescindir de cenas románticas, entradas a espectáculos, flores, bombones y regalos. Cada vez que algún gesto romántico y telenovelesco de mi parte era tildado de cursi por la curvilínea profesora de aerobics, automáticamente se incorporaba a la lista de cosas que no debía hacer si quería conservar el buen humor de esta damisela.
Sin embargo, cuando empezó a quejarse del lenguaje, comencé a perder la paciencia. Bastaba con que la llamara por cualquier apodo -"linda", "dulce", "bombón", "princesa" o hasta "mi amor", que llegué a utilizar sólo un par de veces- para que enseguida saltara con un "me llamo Vanina y no seas cursi ¿Querés?".
Hasta que, un buen día, las pelotas se me acabaron por romper en forma definitiva.
- Tengo tantas ganas de verte - dije por teléfono.
- Ay, no seas cursi ¿Querés?
- Dejate de joder, nena. Para vos, todo es cursi.
- No, todo no. Sólo vos, que sos almibarado, empalagoso, sos un dulce de leche de segunda marca.
- ¡¿Pero por qué no te vas un poquito a la renegrida concha de la putísima madre que te parió?! - grité enfurecido.
- ¿Cómo? - algo en su voz sonaba raro, como si hubiera bajado un cambio, como si le hubiese tacleado la altanería.
- ¡Que te vayas a la reconcha de tu madre, forra! - grité aún más fuerte y corté.
Intentó llamarme, pero no la atendí. Sin embargo, la sorpresa me estaba esperando a la salida del trabajo: Vanina, enfundada en una minifalda cortísima y subida a unos tacos más largos que la pollera, me esperaba en la vereda.
Me puse en guardia para un escándalo en la vía pública con cachetazo incluido.
Obviamente, con esa actitud defensiva, el hecho de que se arrojara en mis brazos y me besara salvajemente me desarmó por completo.
"A veces necesito que me pongan los puntos", susurró, casi con humildad, mientras nos encaminábamos hacia el telo más cercano para involucrarnos en la que sería la sesión de sexo más salvaje de la que tengo memoria.
"De acá a la ropa interior de cuero con tachas, los látigos y la mostaza hay sólo un paso", pensé durante el cigarrillo post-coito, aunque no me atreví a decirlo en voz alta.
Un paso que no estaba seguro de estar dispuesto a dar.