Mi generación se está divorciando. Lentamente, desde el comienzo del nuevo milenio, los que nacimos a principios de los '70 hemos estado volviendo a la soltería. No tengo ninguna estadística seria y confiable al respecto, pero no deja de asombrarme la cantidad de separaciones, abandonos y divorcios entre coetáneos cercanos que se han sumado, digamos, desde el 2000 hasta hoy.
Los nacidos en los turbulentos '70, los de Cámpora, los de Perón, los de Isabelita, los de la Junta, caímos en los temibles y sagrados lazos del matrimonio en tiempos de Menem. Y quizás, sólo quizás, nuestras vidas conyugales no sean más que un reflejo de los avatares sociopolíticos y económicos del país. Nacimos con el rodrigazo, nos criamos con la hiperinflación, nos casamos con la convertibilidad y nos divorciamos con la devaluación.
Vinimos al mundo en tiempos duros y violentos, hijos de beatniks frustrados, candidatos al psicoanálisis as from day one. Nos criamos en una de las épocas más inestables de la historia vernácula, con precios que cambiaban todos los días, amenazas de golpe de estado, la irrupción del SIDA y la explosión del Challenger. El nacimiento turbulento y la infancia en una montaña rusa nos terminaron por escupir a las puertas de la edad adulta con unos mambos con los cuales un freudiano se haría un festín, ciudadanos y futuros maridos golpeados desde antes de empezar.
Entonces llegaron los tiempos felices de Carlos Saúl y Domingo Felipe, donde un peso valía un dólar y un puñado de dólares -que no eran tan difíciles de ganar, al fin y al cabo- te llevaban de vacaciones a Cancún o de luna de miel a París. Teníamos media docena de tarjetas de crédito en la billetera y una capacidad de endeudarnos en pos del buen vivir que no conocieron ni nuestros padres los hippones, ni nuestros abuelos los tangueros, ni nuestros bisabuelos los inmigrantes.
El límite de compra de Mastercard y los créditos hipotecarios baratos parecían no tener fin.
Y nos casamos.
La crisis del 2001 sorprendió a muchos en plena comezón del séptimo año. Con índices de desempleo crecientes, contratos de trabajo precarizados, industrias paradas, panorama económico con pronóstico reservado, plazos fijos congelados, corralito, devaluación y matrimonios desgastados.
Y así nos fue.
El gobierno del Presidente Pingüino -con todos sus defectos, quizás demasiados para nombrarlos todos- trajo consigo, no se puede negar, un crecimiento económico que hacía años que no se veía. Y muchos de nosotros, los divorciados de la generación De la Rua, decidimos salir a rehacer nuestras vidas. Pero pronto vino Cristina, las huelgas del agro, la caída de las bolsas y la debacle mundial.
Como para recordarnos amablemente que nuestras economías están signadas por la inestabilidad, por el misterio de lo impredecible, por la adrenalina de la falta de rumbo, por el miedo a la oscuridad.
Igualito que nuestras vidas amorosas.