Hacía ya demasiados fines de semana que mis salidas con Viviana se habían reconvertido en no-salidas. Mentalmente agotado de inventar posibles actividades en busca de algo que realmente la apasionara, había empezado a optar por la rutina absurda del "mejor pidamos una pizza y veamos una peli en casa". Así transcurrieron varios sábados por la noche de Woody Allen, grande de mozzarella y sexo mediocre, durante los cuales me aburrí intempestivamente.
Pero ese fin de semana iba a ser diferente. Mi amigo Andrés -un guitarrista de jazz francamente impresionante- tocaba con su cuarteto en un pub del circuito y estaba totalmente decidido a, al menos esa noche, no morir del embole.
Asistir a un concierto es, en cierta forma, una experiencia individual. Aunque se comparta el espacio con otros -inclusive, muy intimamente, en el apretujamiento de un cesped en cancha de River- cada cual recibe el espectáculo y lo vive a su propia manera. Entones... ¿Por qué buscamos compañia? Porque, admitámoslo, es raro ir a un concierto en solitario.
Personalmente, creo que buscamos compartir la música -o el teatro, o el cine- con otros en busca de alguien con quien comparar notas. Lo mejor de una película compartida con amigos no es la proyección en sí misma, sino la pizza posterior, donde hasta la comedia más pochoclera se hace centro de debate.
Erradamente, llevé a Viviana a ver a Andrés tocar la guitarra. Más erradamente aún, al terminar el espectáculo, se me ocurrió preguntar: "¿Y? ¿Qué te pareció?".
Al otro lado, sólo obtuve un inescrutable silencio que se mantuvo durante todo el viaje de regreso.
La dejé en la puerta de la casa apenas pasada la medianoche.
Y nunca más volví a saber de ella.